Como ya
llegó diciembre, dejadme que os hable ahora de este diciembre que viene ya, y
que el poeta Ángel González nos
enseñó en 1961 desde las páginas de su libro Sin esperanza, con convencimiento.
Puede que otro tiempo venga, distinto a éste.
DICIEMBRE
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Diciembre
vino silenciosamente,
estirando
las noches hasta casi
juntarlas:
el alba
a pocas horas de distancia
del
crepúsculo lleno de tristeza,
y un
mediodía sin sol,
un
mediodía
de
pájaros ocultos y apagados
ruidos,
con
bajas nubes grises recibiendo
el sucio
impacto de las chimeneas.
Diciembre
vino así, como lo cuento
aquel
año de gracia del que hablo,
el año
aquel de gracia y sueño, leve
soplo de
luces y de días,
encrucijada
luminosa
de lunas
hondas y de estrellas altas,
de
mañanas de sol, de tardes tibias
que por
el aire se sucedían lentas
como
globos brillantes y solemnes.
Pero
diciembre vino de ese modo
y cubrió
todo aquello de ceniza:
lluvia
turbia y menuda,
niebla
densa,
opaca
luz borrando los perfiles,
espeso
frío tenaz que vaciaba
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las
calles de muchachas
y de
música,
que
asesinaba pájaros y mármoles
en la
ciudad sin hojas del invierno.
Pájaros
muertos, barro, nieve sucia,
lanzó
diciembre sobre el año, y todos
abandonamos
en silencio
su
ámbito feliz, pisando indiferentes
los
restos consumidos de sus cosas,
el
envoltorio de sus alegrías,
dejándolo
cubierto de papeles
y rotas
luces,
oquedad
sumergida
en
decepción y desfallecimiento,
como la
sala de un teatro, cuando
el telón
cae, finalizando el drama.
De esa
forma dejamos aquel año,
sórdido
recinto
manchado
de recuerdos derribados
y deseos
oscuros
y
nostalgia
-y por
qué no también remordimiento-
sin
mirar para atrás,
sin
querer enterarnos
de su agonía lívida a las puertas de enero.
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