martes, 17 de febrero de 2015
EL QUIJOTE 32. ENTERRADO EN SU BARRIO
“Mandóse
enterrar en las monjas Trinitarias”
Winston Manrique Sabogal nos cuenta por qué sabemos dónde está enterrado Cervantes:
Con un gran aplauso, el jueves 10 de marzo
de 1870, la Real Academia celebró
“el gran valor probatorio” de que los restos de Miguel de
Cervantes Saavedra yacían en el Convento de las Trinitarias Descalzas de
San Ildefonso, en la calle Cantarranas, hoy Lope de Vega, del barrio de las
Huertas, de Madrid.
La acreditación la hizo, tras cuatro
sesiones, el 14º director de la Academia
Española, Mariano Roca de Togores,
Marqués de Molins. “Fue la primera
acreditación realizada oficialmente y sirve de base para las investigaciones
que se hacen estos días allí”, recuerda entusiasmado Víctor García de la Concha, director del Instituto Cervantes y exdirector de la RAE, tras la noticia de la aparición de
un ataúd con las iniciales MC,
formadas por numerosas tachuelas. Es el primer resultado del equipo que busca
el féretro del autor de El ingenioso
hidalgo don Quijote de La Mancha.
No es una prueba definitiva de que allí
está Cervantes, nacido en Alcalá de Henares el 29 de septiembre
de 1547 y fallecido en Madrid el 23
de abril de 1616. Pero se sabe que las monjas lo acogieron con cariño, y Molins reconoce que no sabe en qué
parte del convento lo sepultaron pero que no fue trasladado fuera de él.
Son pasajes que reconstruye García de la Concha y que forman parte
de su libro
La Real
Academia Española. Vida e historia, publicado en 2014 con motivo de los 300 años de esa institución.
Aunque la historia completa la escribió el propio Marqués de Molins en 1870, cuando publicó a instancias de la Academia una memoria de sus pesquisas
sobre el enterramiento, titulada La
sepultura de Miguel de Cervantes.
La partida de defunción de Cervantes dice: “Mandóse (Cervantes) enterrar en las monjas
Trinitarias”. Lo habría pedido así por varios motivos: era vecino del barrio,
residía en la calle perpendicular occidental, calle del León, esquina con la
calle Francos, hoy de Cervantes; se trataba de las monjas protegidas del conde de Lemos, a quien Cervantes dedicó El Quijote; y en el convento estaban su hija natural,
Isabel de Saavedra, que asumió el
nombre de sor Antonia de San José,
al igual que su madre, “una dama portuguesa que pasó a llamarse Mariana de San
José”.
La primera pieza del puzle empezó hace 150
años. El 5 de octubre de 1865 cuando “rebrota la preocupación por El
Quijote. Se crea una comisión permanente para preparar una edición en
cuatro tomos”. Por aquellos años, Mesonero
Romanos propuso revitalizar culturalmente el barrio de las Huertas, un
espacio clave en el Siglo de Oro; luego, en 1869, el Marqués de Molins, director de la RAE desde 1866, planteó la importancia de crear una Comisión de honores de Cervantes.
Encargaron a Ponciano Ponzano, el escultor más famoso de la época, como habían
hecho antes con Lope de Vega, un
busto de Cervantes en mármol de
carrara. La mañana del 1 de enero de 1870 la junta descubrió la escultura con
la siguiente leyenda que aún hoy permanece en uno de los muros del convento: “A / Miguel de
Cervantes Saavedra, / que por su última voluntad yace / en este convento de la
Orden Trinitaria, / a la cual debió principalmente su rescate, la Academia
Española”.
El 5 de enero, Molins vio la necesidad de acreditar hasta donde fuera posible el
lugar donde estarían los restos de Cervantes.
La Academia, dice García de la Concha, acuerda que sea el
propio Molins quien trate de
demostrarlo. Así es como el 8 de febrero éste presenta una memoria muy extensa
que comenzará a leer en la junta del 2 de marzo y continúa “entre
exclamaciones, aplausos y plácemes” en los días 3, 9 y 10. Constataba que Cervantes estaba allí, en ese convento
edificado en 1609 y reconstruido en 1673. La Academia tuvo que intervenir en 1870 para que el Ayuntamiento no lo
destruyera.
Ciento cuarenta y cinco años después, un
enjambre de periodistas y cámaras de televisión esperan
frente al convento la penúltima noticia el genio de la literatura española, enterrado sin solemnidad ya que una procesión recorría las
calles pidiendo lluvia a la Virgen de Atocha.
EL QUIJOTE 31. EL INFORTUNIO DE LA FORTUNA
José Manuel Caballero Bonald, Premio Cervantes
de 2012, nos habla de Cervantes
como un Perdedor:
Siempre
anduvo escapándose de algo: de la justicia, del desamor, de la penuria, del
hastío. No huía, se ausentaba, se desamarraba de un puerto ineficiente para
amarrar en otro puerto igualmente defectuoso. Las secuencias del infortunio
iban señalizando una continuidad narrativa que conducía a la casa del perdedor.
Padeció guerras, cautiverios, descalabros, desdenes. La familia quebrantada, la
voluntad consumida, el destino trunco fueron las únicas credenciales con las
que pretendió lo no alcanzado. Nunca medró en ninguna cofradía porque no era
adicto a la lisonja ni condescendió con la inequidad de los desaprensivos. Residió
de modo recurrente en ciudades impensadas y se ejercitó en oficios indeseados.
Con prosa pobre y humillación mucha solicitó trabajos difusos nunca concedidos.
Compartió lo que amaban los decentes y luchó contra lo que los falsarios
defendían, pues era amigo de los perseguidos y abominaba de los perseguidores.
Un día, fatigado de privaciones tantas, defraudado del que quiso haber sido,
regresó al refugio equívoco de los suyos como un combatiente menoscabado por la
fatalidad. Publicó entonces, ya casi sexagenario, un libro que habría de
constituir hasta hoy mismo una de las cimas triunfantes de la literatura
universal. Ni siquiera se conoce el paradero de sus huesos. Aunque un día se
encontraran, nunca remediarían la obstinación de la injusticia.
EL QUIJOTE 30. EL ADN DE CERVANTES
LOS GENES DEL GENIO
Javier Sampedro nos lo cuenta:
Ahora que los espectaculares avances de la tecnología del ADN obran milagros como la lectura del genoma neandertal y de las mitocondrias del hombre de Atapuerca, ahora que la genética nos concede, como el genio que emerge de la lámpara, el deseo de viajar hasta las profundidades abisales del pasado sin movernos de la incómoda banqueta de nuestro laboratorio, ahora que de un diente podemos deducir una patología y de un cabello una sociología, ¿por qué seguimos empantanados en este enredo de criptas oscuras, dientes rotos y tachuelas oxidadas para identificar a Cervantes? ¿Dónde está para guiarnos, ahora que tanto la necesitamos, la luz modernísima del ADN?
Ahora que los espectaculares avances de la tecnología del ADN obran milagros como la lectura del genoma neandertal y de las mitocondrias del hombre de Atapuerca, ahora que la genética nos concede, como el genio que emerge de la lámpara, el deseo de viajar hasta las profundidades abisales del pasado sin movernos de la incómoda banqueta de nuestro laboratorio, ahora que de un diente podemos deducir una patología y de un cabello una sociología, ¿por qué seguimos empantanados en este enredo de criptas oscuras, dientes rotos y tachuelas oxidadas para identificar a Cervantes? ¿Dónde está para guiarnos, ahora que tanto la necesitamos, la luz modernísima del ADN?
No hay tal. Quizá algún día los
biohistoriadores, los paleogenetistas o como quiera que se llamen sepan leer
una secuencia de ADN y deducir de ella si quien la poseyó fue un entregado
recaudador, un osado matamoros o un príncipe de los ingenios, pero aún no
vivimos en ese tiempo, ni cerca de él.
“Los promotores del proyecto vinieron a
consultarme hará un año y medio”, explica José
Antonio Lorente Acosta, director del Laboratorio
de Identificación Genética de la Universidad
de Granada, experto de referencia mundial en el campo del ADN forense y
artífice de la identificación de los restos de Cristóbal Colón en la catedral de Sevilla. “Tuve que decirles:
señores, si no hay nada con lo que comparar, no hay nada que yo pueda hacer”.
En el caso de Colón, la identificación fue posible gracias a que los restos de su
hermano Diego estaban localizados
fiablemente en la fábrica de cerámicas de la isla de la Cartuja. Como Cristóbal
y Diego eran hijos de la misma
madre, tenían el mismo ADN mitocondrial, idéntico al 100%, y esa comparación
permitió a Lorente demostrar que los
huesos sepultados bajo la giralda pertenecían a Cristóbal Colón. Pero en el caso de Cervantes no hay nada con lo que comparar: ni madre ni hija ni otro
familiar, cercano o lejano, cuyos restos estén localizados con la mínima
fiabilidad. Tampoco hay descendientes comprobados que puedan estar vivos
actualmente, ya sea por vía femenina (para comparar su ADN mitocondrial) o por
vía masculina (para hacerlo con su cromosoma Y). Las limitaciones, en este
caso, no son de la genética, sino del registro administrativo. O de la
fertilidad del Príncipe de las Letras.
Hay un punto, pese a todo lo anterior, en
que el ADN podría ayudar en la investigación. A estas alturas no parece
probable que los expertos vayan a encontrar un esqueleto completo, aislado y
razonablemente bien preservado. Los restos de Cervantes, caso de estar en las Trinitarias, pueden haber sido removidos, desplazados y mezclados
con los de otras personas, complicando cualquier intento de reconstrucción. Y
ahí podría haber un papel para la genética.
“Incluso cuando los restos estén
mezclados”, reconoce Lorente, “un
buen forense, y Francisco Etxeberría
es uno de los mejores imaginables, puede reconstruir a cada persona basándose
en criterios morfológicos, como la forma y el tamaño de un fémur”. Pero en el
caso de huesos más pequeños, como los de la mano o las vértebras, esta
reconstrucción forense clásica puede resultar complicada. “Ahí el ADN aislado
de cada hueso podría ofrecer un cuadro muy nítido sobre qué huesos pertenecen a
la misma persona”.
Si esa persona tiene una mano
atrofiada, como se esperaría de un manco de Lepanto, o las costillas tundidas por el plomo de los arcabuces, o
seis dientes mal avenidos en lo que quede de su boca, que —mire usted, mi
señor— no ha de ser mucho ni muy bueno, el ADN podrá ser de alguna utilidad. De
lo contrario, tendremos que contentarnos con leer El Quijote.
EL QUIJOTE 29. NADA DE ESTO VA CONTIGO, CERVANTES
Si El manco de Lepanto viviera el Premio Cervantes se lo darían a Lope de Vega. Lo dice el escritor Andrés Trapiello, entre la rabia y la
desazón. Sabe que es una predicción pesimista, pero no puede sacudírsela cuando
le mencionan que están buscando con afán los huesos del Príncipe de las
Letras en la cripta del Convento
de las Trinitarias de Madrid. ¿Y qué
hacemos con tan famosa osamenta, si la encontramos? “Aparezca o no, es evidente
que este país no la merece”.
El año de gracia de 1568 un altercado con
espadas, muy del gusto de la época, deja herido, según algunos cervantistas, a Antonio de Sigura, que era algo así
como el encargado de obras real, y Felipe
II dicta un castigo de extrema severidad: que detengan a Miguel de Cervantes (1547-1616), se le
destierre por diez años y se le corte la mano derecha. Salió huyendo el
perseguido hasta Italia, dicen algunas crónicas, se enroló en los tercios
comandados por Juan de Austria y, en
vez de la derecha, fue a perder su mano izquierda “en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni
esperan ver los venideros”, o sea, la batalla de Lepanto, o lo que es lo
mismo, la Liga Santa contra el
turco.
Los tres arcabuzazos recibidos, dos en el
pecho y uno en el brazo, no le amputaron la mano pero se quedó agarrotada para
siempre y constituyen hoy, siglos más tarde, las pruebas físicas más elocuentes
para identificar los restos que andan buscando entre una treintena de nichos.
¿Y qué hacemos con tan famosa osamenta, si damos con ella? “A mí me gustaría
que a partir de los seis dientes, esos que dice que tenía, reconstruyan el
cadáver entero, lo embalsamen y lo pongan en la Plaza de España, como a Lenin
en la Plaza Roja, para que pasemos
todos a verlo”. Quien con tanta chanza se expresa ahora es otro escritor, Antonio Orejudo, al que todo este
asunto de los huesos cervantinos le mueve a la risa: “Si hay que jugar se juega
hasta el final, pero yo, de verdad, estoy al margen de estas reconstrucciones
fetichistas, homenajear a un escritor va por otros derroteros: se trata de
explicar su obra, de ponerla al día, de mostrársela a los niños, de leerlo,
todo lo demás es show business”, lamenta. Y mucho se teme, él y otros,
que esto se va a quedar en la “reconstrucción del dinosaurio”.
Fenomenal dinosaurio, en todo caso, nada
menos que el padre de El Quijote. La catedrática de
Literatura Rosa Navarro Durán, que ha sido jurado de los Príncipe de Asturias de las Letras y
del mismo Cervantes, tiene una idea
que espanta el pesimismo y dignifica al autor: “Si dan con el cadáver, yo le
haría una tumbita discreta, con gusto, sin abalorios, y la dejaría en el mismo
sitio donde está, él así lo eligió, pero lo abriría al turismo, que vayan todos
y dejen dinero, que se mueva su nombre, que se convierta en un atractivo
turístico de gran repercusión mediática”. No desperdicia carcajadas Rosa Navarro cuando enumera estos
planes, pero su objetivo es bien serio: “Si uno solo de los que le visita lee
su obra, bien empleados estarán todos los esfuerzos, porque, al final, la única
forma de honrar a un escritor es leerlo. Yo soy erasmista de raíz y, como él,
digo: es mejor leer a San Pablo que venerar sus huesos”.
Esta emocionante empresa de radiografiar
los nichos de la cripta trinitaria, en el Convento
de San Ildefonso, donde reposaban gentes de bien, para encontrar a Cervantes, que allí fue enterrado con
su esposa, Catalina Salazar, está
comandada por la Sociedad Científica
Aranzadi y cuenta con una aportación del Ayuntamiento de 50.000 euros;
otros 12.000 se aportaron en una primera fase prospectiva. Los expertos,
forenses, arqueólogos, geofísicos, un espectacular equipo al que mira medio
mundo, no han hallado aún el tesoro, pero han removido maderas podridas,
descartado tibias infantiles y cráneos femeninos y hasta dieron con un ataúd
con dos iniciales claveteadas, M. C., que cortaron la respiración
por unas horas. Pero parece que la ilusión “fuese y no hubo nada”, al menos por
ahora.
Esta feria de los huesos no parece, sin
embargo, emocionar mucho a los escritores, cervantistas, filólogos: “Esto va
camino de convertirse en la búsqueda del Santo
Grial por el III Reich”, se
indigna Trapiello. Pero luego se
ablanda ante la figura de Cervantes:
“Yo seré el primero que le lleve un ramo de rosas”, concede. “Pero no hace
falta que aparezca, puede que a los que no le han leído nunca les haga falta,
pero yo sé en qué lugar está colocado en mi vida. Que terminen esta locura y lo
dejen todo como estaba, sin peregrinaciones a Lourdes… Lo menos grave que puede
pasar es que le hagan un funeral de Estado a quien murió pobre y desdeñado por
sus colegas”, vuelve a indignarse con serenidad.
Trapiello teme que un espectáculo alrededor de los restos de Cervantes lave la imagen de un país que
no ha cuidado a sus genios como merecían. “Pueden hacer creer que a los hombres
de talento y genio se les han honrado en su vida y en su muerte…”. Rosa Navarro opina, sin embargo, que
hay algo mucho más prosaico en esta iniciativa, que ella no desprecia: “A mí
todo esto me parece una exhibición de un método científico… Estamos tan
contentos por poder averiguar la identidad de la gente con las nuevas técnicas
que lo probamos con los famosos, Ricardo
III, Cervantes… Toda la
experiencia científica para demostrar nuestra eficacia detectivesca. No les
interesa la utilidad de la identificación, sino la identificación en sí misma.
Pero no importa, que se genere entusiasmo colectivo asociado a un hecho
cultural es importante, aunque a mí los huesos me traen sin cuidado”.
Verdaderamente, si consiguen encontrar lo
que buscan, la utilidad no aumentará en mucho el conocimiento escaso que se
tiene sobre la vida del autor de La
Galatea. “Yo defiendo que era un hombre de carácter, aunque
algunos cervantistas no creen que fuera él quien dejó malherido a Sigura y piensan que el rey buscaba a
otro Miguel de Cervantes para darle
castigo. Pero él acabó como soldado en los tercios que se enfrentaron a los
turcos en Lepanto, varios años fuera de España”. Uno puede pasar un día entero
escuchando al profesor Jorge García
López, doctor en filología española, que ultima una biografía de Cervantes para la editorial Pasado y Presente, que verá la luz
hacia abril. “Era un 7 de octubre de 1571, a eso de las doce y media de la
mañana cuando comenzó de verdad la batalla… Miguel había amanecido con fiebre y los compañeros le dijeron que
no se expusiera mucho, pero él insistió en colocarse en la proa, quizá la parte
más peligrosa del barco, la que entra en choque con las demás galeras antes de
iniciar el cuerpo a cuerpo entre espadas y arcabuces… Fue una matanza en la que
cayeron más de 30.000 hombres. Él recibió aquellos tiros que le dejaron entre la
vida y la muerte, estuvo meses ingresado…”. Aquella metralla pudiera servir hoy
de pista para dar con él. ¿Qué deben hacer si eso ocurre?
“Dejarlo donde está, él así lo quería. Pero
sí me parece interesante identificarlo y que el público pueda visitarlo. Otra
cosa es que un escritor se define por sus obras y este es el escritor máximo,
el gran referente europeo para la literatura posterior”, señala Carme Riera, miembro de la Real Academia Española, escritora,
guionista, cervantista. “Yo, al que me encuentro que no ha leído El Quijote le doy la
enhorabuena, porque aún puede pasar esa experiencia”.
“Que se quede donde está”, recomienda
también el académico y distinguido cervantista Francisco Rico: “El cadáver es el excremento de una vida y lo único
que no merece es un trato indigno. Los libros, las obras, en cambio, son los
frutos y las flores que se mantienen siempre frescos y sabrosos”. “Puedo
entender que se rinda cierto culto fetichista”, sigue Rico, pero cree, como decía Machado,
que de aparecer el soldado desconocido al que se homenajea en su tumba habría
que decirle: “Torna a la huesa, ¡oh, Pérez, infeliz! porque nada de esto va
contigo”.
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