domingo, 6 de mayo de 2018

¡QUÉ BIEN NOS VIENE ESTA LECTURA!


Elvira Lindo escribe en El País de ayer sobre la adaptación teatral de la novela de Luis Martín-Santos. Leemos: 

Madrid, 1949
A veces me pregunto qué me queda del bachillerato. De vez en cuando, en el periódico se tortura a los lectores invitándolos a realizar un test para que comprueben si hoy serían aptos para presentarse a la selectividad. Rehúyo la prueba. La memoria solo guarda lo que le conviene. Siempre pensé en la cultura que almacenarían los actores del teatro clásico a fuerza de memorizar textos fundamentales. Pues bien, de los que conozco, solo Carlos Hipólito posee la capacidad de guardarse para sí páginas que representó en el pasado; los otros a los que pregunté aprenden y olvidan, como si el cerebro hubiera de hacer sitio a la función siguiente.

Mi memoria es caprichosa. No embustera, pero tan atenta a lo que me interesa como descuidada con lo que no. De las aceras, recuerdo las tiendas; de las personas, las caras; de los viajes, las comidas; de las casas, los olores; de mi madre, tan lejana, el color de su voz más que lo que decía; del bachillerato, algunas lecturas que me hicieron sentir que al fin tocaba el tuétano de la literatura. Releer aquello que me impresionó hasta provocarme mareos de lucidez adolescente me ayuda a recordar quién era yo o qué deseaba. Uno de aquellos libros que me trastornaron fue Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos.  Era la sensación de que sus palabras contenían una música que yo no había escuchado hasta entonces. Cuando leía: “Hay ciudades tan descabaladas, tan faltas de sustancia histórica, tan traídas y llevadas por gobernantes arbitrarios, tan caprichosamente edificadas en desiertos, tan parcamente pobladas por una continuidad aprehensible de familias, tan lejanas de un mar o de un río, tan ostentosas en el reparto de su menguada pobreza, tan favorecidas por un cielo espléndido que hace olvidar casi todos sus defectos…”, se me hacía visible el tiempo de la juventud de mis padres.

Me vuelve intacto mi asombro estudiantil, y siento la alegría de los desmemoriados cuando de pronto se acuerdan vívidamente de algo, al escuchar las palabras de acero que escribió Martín-Santos en boca de lo siete actores que representan la adaptación en el Teatro de la Abadía. Con Tiempo de silencio cierran un ciclo dedicado a la memoria histórica. No creo que haya texto más adecuado para trasladar al espectador a aquel Madrid miserable en fondo y forma de 1949. En aquella ciudad de pensiones, burdeles y cafés, donde los escasos intelectuales que le habían quedado a España pasaban la vida, enlazaban una tertulia con otra, y contaban las novelas que jamás escribirían, estudió psiquiatría el autor. Ese fue el paisaje urbano que inspiró a aquel hombre brillante. Un genio, dice su hijo Luis. Un genio, ratifico, que dio de sí lo que la vida le dejó. Con 42 años se fue dejando toda una vida de novelas por delante.

Me preguntaba al escuchar Tiempo de silencio en el escenario si esa manera tan problemática con la que nos enfrentamos a la memoria histórica, si ese interés sin duda sincero y justo se traduce luego en lecturas que nos abran los ojos hacia el tiempo que no hemos vivido y que no solo pueden contarnos los libros de historia. Porque es memoria histórica lo que escribió Martín-Santos, es su particular visión de ese régimen castrense y castrante en el que se desarrolló su juventud. ¿Quieren hoy asomarse los jóvenes que leen literatura a Tiempo de silencio? ¿Está presente en los institutos? ¿Qué podríamos hacer para animar a su lectura quienes sabemos que es fundamental? Merece mucho la pena ver la función. El trabajo de los actores es poderoso y la adaptación de Rafael Sánchez hace que la literatura prevalezca, lo cual me parece poco frecuente y acertado, porque esta novela, cuyo argumento se puede contar en pocas líneas, brilla, ante todo, por ese estilo entre popular y culto, entre vanguardista y valleinclanesco con el que está escrita.

Sorprende la modernidad del autor, no porque España sea la misma sino porque el lenguaje no huele a rancio, no se deja caer por ese precipicio de la verbosidad, que es nuestro mayor pecado. Martín-Santos tendría que haber vivido muchos años. Así lo siente su hijo Luis, como hijo, pero así lo pensamos aquellos que intuimos todo lo que nos habría dado. Es el novelista que escribió estas palabras sobre una mujer, Encarna, que de la España rural se viene al Madrid chabolista y periférico: “No saber nada. No saber que la tierra es redonda. No saber que el sol está inmóvil, aunque parece que sube y baja. No saber que son tres Personas distintas. No saber lo que es la luz eléctrica. No saber por qué caen las piedras hacia la tierra. No saber leer la hora. No saber que el espermatozoide y el óvulo son dos células individuales que fusionan sus núcleos. No saber nada. No saber alternar con las personas, no saber decir: ‘Cuánto bueno por aquí’, no saber decir: ‘Buenos días tenga usted, señor doctor”.

Mientras lo escuchaba me venía intacto aquel entusiasmo juvenil. Al fin leía palabras que hacían daño. Eso debía de ser la literatura

jueves, 3 de mayo de 2018

UNA VERSIÓN FEMINISTA DE TIRSO Y DON JUAN

Rocío García ha escrito esto en El País sobre El burlador de Sevilla, de Tirso de Molina. Leamos atentos:
Don Juan era un psicópata
El burlador de Sevilla vuelve al Teatro de la Comedia, en una versión feminista que dirige Josep Maria Mestres

Don Juan era un seductor, sí, pero también un psicópata. Un gran estafador, egoísta, arrogante y corrupto. Tirso de Molina creó hace casi 400 años el mito de este personaje que ha recorrido la literatura y la escena desde entonces. ¿Sigue siendo hoy Don Juan ese mito universal? ¿La sociedad corrupta que retrató Tirso en el siglo XVII es la misma de hoy? Las reflexiones en torno a estas preguntas laten con fuerza en el montaje de El burlador de Sevilla que se estrena el viernes en el Teatro de la Comedia, en versión de Borja Ortiz de Gondra y dirigida por Josep Maria Mestres, y que estará en cartel, con el 75% ya de las entradas vendidas, hasta el 3 de junio. “Don Juan era un psicópata en el sentido de su crueldad y la falta absoluta de empatía hacia sus víctimas y los daños colaterales provocados por sus actos”, explica Mestres, para quien El burlador de Sevilla supone su segunda obra con la Compañía Nacional de Teatro Clásico, tras La Cortesía de España, de Lope de Vega, en 2015. Raúl Prieto, en el papel de Don Juan, y Pepe Viyuela, como el criado Catalinón, encabezan el reparto del espectáculo, con quince intérpretes sobre el escenario.
“Mi preocupación se centró en hacer una historia para los espectadores de hoy. Tirso nos plantea una sociedad corrompida, de la que hoy no estamos tan alejados. En un mundo en el que se elude el compromiso, se busca el éxito y la fama fácil y se aplaude tanto al corrupto como al corruptor, debemos convenir que Don Juan es uno más de nosotros. Nos guste o no, todos tenemos algo de Don Juan”, explicaba Mestres (Barcelona, 1959), durante la presentación de esta obra cumbre del Siglo de Oro español.
Pero los afilados dardos de Tirso de Molina (1571-1648) apuntan en todas direcciones, en los abusos de poder y en la prevaricación de toda la sociedad. Para Ortiz de Gondra (Bilbao, 1965), al personaje de Don Juan hay que mirarlo como el producto de una sociedad corrupta, una sociedad que le permite la impunidad en la que se movía. “Don Juan tiene la valentía de hacer lo que hace y proclamarlo, pero el resto de los personajes también hacen cosas muy parecidas y, sin embargo, se escudan en su lugar social”, dice el autor de la versión. “Don Juan no fue el único malo de la película”, añade el director. “Tirso pone en boca de este mito unas barbaridades impresionantes, pero también en el resto de los personajes. Don Juan existió entonces y existe hoy en la medida de que lo aplaudimos o toleramos secreta o abiertamente”, recalca Mestres.
El mundo femenino y feminista es clave en esta historia. Mestres se atreve a resaltar que el movimiento Me Too de denuncia de abusos machistas no está tan alejado del original de Tirso. “En El burlador de Sevilla, las mujeres son personas decididas y con voluntad propia, con deseos propios, que están más preocupadas por las denuncias que por la pérdida de su honra”, dice Mestres. Algo que comparte Ortiz de Gondra, que acometió su trabajo con absoluto respeto por Tirso pero sin ninguna “reverencia”. Sin dejar de escuchar las palabras de Tirso y las sensaciones que provoca, Ortiz de Gondra ha dimensionado el papel de estas mujeres burladas por Don Juan y ha sacado a escena a Doña Ana, la aldeana violada, a la que el autor del Siglo de Oro solo le dio voz. “Hemos querido escucharla y verla, conocer su dolor mostrando su rostro. Valiéndome de un soneto de otra obra de Tirso le hemos concedido la oportunidad de tener carne, sangre y presencia viva sobre el escenario”, señala el dramaturgo vasco.
El infierno al que Tirso empuja a Don Juan es uno de los misterios que quiere guardar la compañía. “El castigo infernal no atemoriza hoy a casi nadie. El infierno está aquí en la tierra y, a veces, muy cerca”. Es lo único que José María Mestres apunta sobre el final explosivo de El burlador de Sevilla.




lunes, 23 de abril de 2018

EN LA CASA ENCENDIDA, LOS LIBROS ENCENDIDOS.

       
LOS LIBROS ENCENDIDOS
Javier Pérez Walias

«Buenas noches, don Luis» —dice el sereno,
y al mirar hacia arriba,
vi iluminadas, obradoras, radiantes, estelares,
las ventanas,
—sí, todas las ventanas—,
Gracias, Señor, la casa está encendida».
Luis Rosales
«En los libros leídos está la sombra, el rastro de lo que fuimos, los diversos bocetos de nuestro aprendizaje estético y de nuestra evolución vital, los vestigios de ciertos afanes que un día nos conmovieron [...]».
Luis Landero
Un libro —me dijo, en una ocasión, un poeta— es un manojo de fósforos desde el instante en que es rozado por la luz de la lectura. Con el tiempo, he sabido que tal afirmación es cierta. Un libro estará siempre dispuesto a iluminarnos, a encandilar nuestros ojos y nuestro estómago como un suculento plato encima de la mesa. Un libro siempre estará próximo, presto a echarnos una mano. Razón de más —pensé— para escribir un elogio a este leal amigo en alegrías y cicatrices. Pero, antes de encomendarme a redactar las líneas que siguen, debo confesarte, estimado lector, que he reflexionado bastante sobre si acometer o no dicha empresa, y cómo hacerlo. Me pregunto hasta qué extremo un escritor puede expresar, sin dejarse llevar por la pasión y en pocas palabras, un encomio digno de uno de los regalos más trascendentes y fascinantes que se ha hecho la humanidad a sí misma. Me pregunto —con palabras de Baltasar Gracián— si ahora «que todo el mundo anda al revés y todo cuanto hay en él es a la trocada», los libros no son más que objetos caídos en desgracia; artefactos, agradables al tacto e incluso al olfato, y bien parecidos a la vista, que sobreviven en las estanterías de cualquier librería de viejo, de una gran superficie comercial, o de las bibliotecas públicas y privadas. Me pregunto si el libro no es —a día de hoy, en pleno siglo XXI— una desalmada mercancía que genera pingües réditos a las industrias papeleras, por ejemplo. Una encuesta reciente nos dice que un 40% de los españoles jamás ha leído un libro. «La encuesta hiela la sangre». Aunque fuera cierto lo dicho hasta aquí, niego la mayor. Lo niego a pies juntillas. No creo ni puedo permitirme el exceso de creer que ello sea así, sin más. Si así fuera, me rompería el alma por preservar una sola página —aunque solo una fuera— de una buena historia, o unos versos, y no necesariamente de Dante, San Juan, Quevedo, Sor Juana Inés, Valente o Gamoneda. Los libros, como las personas y sus corazones, nos llaman desde dentro —contienen vida en sí mismos—, laten en nuestro interior. Atesoran esperanza, nos proporcionan paz y sentido, nos regalan imaginación, cordura, fantasía y algún que otro baño de realidad.
Escribía yo, allá por el año 2005, un breve texto en homenaje al maestro chileno Pablo Neruda, titulado «Confieso que he leído» en homónimo acercamiento al título de su testimonial crónica Confieso que he vivido. Y es que la lectura y la vida transitan por la misma senda que los ríos, por los mismos campos de zafiros que la luz de las estrellas en las Soledades de Góngora, por los mismos poros que la tinta en el papel. Y es que, subido a una escalera, trasteando en los estantes así, de cerca, repasando los lomos de los libros con los dedos —como quien toca las teclas de un piano— se palpa la vida de forma diferente. Uno siente que, a su paso, la madera respira con el aliento de los que ahí descansan, con el aliento de los que desde ahí nos acompañan en dialogante y sabia conversación. Pero no siendo yo ni ama, ni sobrina, ni cura, ni barbero, nada más lejos de mi interés que emular —a la manera del de Lepanto— un «donoso y grande escrutinio» de títulos, y aun menos, salvar de las brasas del olvido aquellas obras que ya alcanzaron a lo largo del tiempo la misericordia de sus lectores. Y señalo, por ejemplo, a Amadís de Gaula o Tirant lo Blanch, cuyas lecturas, entre otras muchas, me han traído hasta este punto, convirtiéndome en lo que soy: un lector ávido de asombro. Los libros atesoran la gran metáfora de lo que somos, tanto en lo personal como en lo colectivo. Por ello, insisto, no haré un inventario a cuenta de los que he visitado a largo de los años. No es el momento ni el lugar. Aunque sí quisiera mencionar, siquiera, unos pocos recuerdos entrañables que han aflorado con el repaso de algunas de mis lecturas. Y es que estoy convencido de que elogiar un libro, cualquier libro, es defender la vida a cara de perro, a capa y espada, cuerpo a cuerpo, golpe a golpe o verso a verso. Y así como el tiempo y el espacio nos determinan con sus rumbos cardinales (Plinio el Viejo en el horizonte), definiéndonos y modulándonos sin que hayamos elegido el cuándo ni el dónde nacer, así el que escribe tampoco elige su escritura. La escritura, como la luz, «es un don: no se halla entre las cosas/ sino muy por encima, y las ocupa/ haciendo de ello vida y labor propias». Por la misma «razón de la sinrazón que a mi razón se hace», los lectores nos convertimos en metamórficos protagonistas, quijotes y sanchos, de multitud de historias, de maravillas y genialidades librescas. Para ello se nos exige — tan solo— una condición: ser lectores, desprendidos y leales lectores. Así fue como me adentré en el Callejón del Gato y en su laberinto de espejos; en el gran laberinto de los libros que buscaban lector. Así fue como me precipité en este abismo inexplorado, sin ovillo de Ariadna ni corona luminosa. Así fue como me quedé boquiabierto una mañana de invierno, al abrir la puerta de una librería de lance y escuchar una vieja voz bronca que, desde el fondo, temblorosamente iluminada por un manojo de fósforos y oculta tras una torre de libros me dijo: «Quédese pasmado dentro o fuera, pero cierre la puerta. Hay corriente». Así fue como tembló todo el vértigo de los sueños dentro de mí, al sobrevolar las páginas de una historia interminable cabalgando sobre el lomo blando de un dragón blanco.
La magia de la lectura, debo decirlo también, entró en mi casa por el balcón, que daba a la Hermanitas de los Pobres, de la mano de sus majestades los Reyes Magos de Oriente. Gracias a ellos —allá por los años setenta del pasado siglo—, el salón de la casa se colmaba puntualmente, cada 6 de enero, de huéspedes: caballeros y damas, príncipes y princesas, guerreros y amazonas, señoras y criadas, héroes, pícaros y heroínas. Gracias a Sus Majestades, tuve entre mis manos los libros de viaje de Marco Polo. Me los hice leer y aprendí mucho sobre «las diferentes razas de hombres y la variedad de las diversas regiones del mundo, [...] sus usos y costumbres» y «todas las grandísimas maravillas» de un tiempo lejano y extraño. La vida se alimenta de la literatura como un río de sus afluentes; la literatura se alimenta de la vida como el mar de las aguas dulces de los arroyos: la vida y los libros confluyen, se mezclan, se ordenan y desordenan en un infinito tráfago de fortuna. En los libros, como en la vida, se sufre de desasosiego y desamparo, y se disfruta; como en la vida, en los libros, Ella encuentra a su Odiseo, Él a su Penélope. En los libros conocimos a nuestros antepasados en medio de la refriega de una balacera o de una guerra; y conquistamos la libertad sobre la popa de un bajel «con diez cañones por banda» y «a toda vela». Todos tenemos nuestro alter ego, nuestro personaje gemelo esperándonos en las páginas perdidas de algún libro.
He viajado a muchos lugares: pueblos, ciudades, países, continentes —por tierra, mar y aire—, y siempre con un libro bajo el brazo. Con cada lectura, he viajado a donde los libros han tenido a bien llevarme. Sin ir más lejos, puse rumbo a Nueva York al menos en dos ocasiones, y con dos de los mejores compañeros de viaje: Juan Ramón Jiménez y Federico García Lorca. En su compañía, aún hoy, surco el océano y deambulo —de vez en cuando— por la ciudad de los rascacielos. «Los libros tienen mucho de sueños elaborados», me dijo Borges cuando visité al gran Ireneo Funes en su patio de tierra, en Fray Bentos, capital de Río Negro, en la República Oriental del Uruguay: un tipo tullido de cara taciturna y aindiada que «no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado». En los libros, a menudo, me encontré con personajes maravillosos como «el gallo de la veleta, recortado en una chapa de hierro que se cantea al viento sin moverse y que tiene un ojo solo que se ve por las dos partes, pero es un solo ojo, [que] se bajó una noche de la casa y se fue a las piedras a cazar lagartos. Hacía luna, y a picotazos de hierro los mataba». Desde entonces, Alfanhuí fue uno de mis mejores aliados de andanzas al relente de la Intemperie. Gracias a los libros me he codeado con «tesoreros y sirvientas, sabios y astrólogos, magos y bufones, mensajeros, cocineros y acróbatas, funámbulas y narradores de historias, heraldos, jardineros, guardianes, sastres, zapateros y alquimistas». E incluso me enamoré —«hasta las trencas»— de una emperatriz infantil que vivía en el centro de una flor. Y es que si «las pasiones humanas son un misterio», la lectura es el susurro generoso de un fabulador animal desconocido, o no tanto.
Los libros no están escritos, como dicen algunas malas lenguas, en un monocromo negro sobre blanco; los libros tienen alma, nos esperan con impaciencia para ser encendidos y han sido cuidadosamente escritos con luz: a la luz de una vela, unos; a la luz del carburo, otros; a la luz de una lámpara, algunos; a la luz de la sabiduría y del ingenio, los más. En un libro siempre hallaremos un rayo que no cesa.