domingo, 3 de diciembre de 2017

SU CAMBIO, SEÑORA

De nuevo es Álex Grijelmo el que nos avisa sobre la asimetría en el lenguaje entre hombres y mujeres. Es en su columna La punta de la lengua, de El País. Leamos:

Su cambio, caballero
La palabra caballero anda en boca de camareros, conserjes, taxistas, mensajeros y de quienes desempeñan cualquier otro cometido en el que se preste algún servicio al público. “Aquí tiene su café, caballero”, “muchas gracias, caballero”, “pase usted, caballero”, “ya hemos llegado, caballero”.
Se trata de un fenómeno reciente, no tanto por su uso (pues existe desde antiguo) como por su abundancia. Un varón que visite bares y restaurantes, se traslade en transporte público o emprenda a menudo gestiones administrativas escuchará la palabra caballero al menos dos o tres veces al día.
Quizás esta costumbre nueva se relacione con la inmigración de Latinoamérica y la amabilidad de estas gentes hermanas al desempeñar algunos oficios, en contraste con el rudo proceder histórico de sus colegas españoles; quienes, sin embargo, han ido incorporando con el tiempo esta expresión.
Y desde luego que se percibe con agrado la cortesía implícita en esa palabra, porque el término caballero sólo muestra connotaciones positivas (por ejemplo, en su definición como “hombre que se comporta con distinción, nobleza y generosidad”).
Sin embargo, uno se queda intranquilo al pensar qué apelativo aplican tan amables trabajadores (y trabajadoras) a las mujeres que acuden a esos mismos establecimientos. El término simétrico sería dama. Porque también el Diccionario considera este vocablo un tratamiento de respeto hacia una mujer, a la que, según la acepción primera, se estaría considerando igualmente “noble o distinguida”.
Ahora bien, el Diccionario omite en el caso femenino la “generosidad” que sí hallábamos en la definición de caballero. Pero quizás la Academia no tenga la culpa, sino el uso que los hablantes y escribientes venimos haciendo; y del que salen las definiciones. Si la palabra caballero aparece asociada a casos de generosidad y no ha sucedido históricamente lo mismo con dama, el Diccionario sólo estará reflejando el sexismo de la sociedad.
Esa diferencia de uso entre caballero y dama se puede apreciar también en los servicios referidos. Un camarero (y una camarera) pueden señalar “ahí tiene el cambio, caballero”, pero seguramente no se les ocurrirá decir “ahí tiene su café, dama”. La igualdad en estas fórmulas parece haberse quedado reducida al consabido “damas y caballeros” tan usado en el mundo del espectáculo.
En mi experiencia, los camareros, taxistas, mecánicos o administrativos dicen en esas mismas ocasiones señora, si aprecian en la clienta una edad adulta difícil de definir en estas líneas. Y señora debería encontrar su equivalente en el apelativo señor, pero, como venimos exponiendo, éste ha sido reemplazado por caballero.
Se trata de actitudes que tienden a la amabilidad y a la cortesía, tan apreciables en el sector servicios español. Pero sí es cierto que con esta nueva costumbre se aprecia un caso de asimetría en el diferente trato que se otorga a hombres y mujeres mediante el lenguaje.

No quisiera echar sobre los hombros de gentes honradas, trabajadoras y serviciales ninguna responsabilidad en ello, pues en el terreno de lo consciente sólo se puede imaginar buena intención. Ese trato exquisito no debería implicar ninguna preocupación adicional…, siempre que se quedase ahí.

¿EL INSTITUTO CERVANTES DEBE HABLAR SÓLO EN ESPAÑOL?

En su columna de El País Semanal, que se llama PALOS DE CIEGO, Javier Cercas escribe sobre el Instituto Cervantes y sobre el uso del español. Es muy interesante y por eso lo leemos en clase. Se llama

Un instrumento de intervención

El español, con sus casi 600 millones de hablantes, representa una fuente incalculable de poder. ¿Son conscientes de ello nuestros gobernantes?


A PRINCIPIOS DE 2012 viajé a Australia, invitado por el Festival de Adelaida, y participé en un acto organizado por el Instituto Cervantes de Sídney que consistió en una entrevista pública realizada en inglés, por un escritor australiano y naturalmente dirigida a un público australiano. Al cabo de un mes se publicó en este periódico una carta en la que dos hispanohablantes contaban que acababan de asistir a un acto en la sede del Cervantes de Sídney y que, para su indignación, el acto se había celebrado en inglés. “Creíamos que el Instituto Cervantes, sostenido con el esfuerzo económico de todos, tenía el compromiso de fomentar nuestra lengua”, se lamentaban; y concluían: “Resulta absurdo que el acto se desarrollara en el idioma de Shakespeare y no en el de Cervantes”. Aunque no se referían a mi acto, que no se celebró en la sede del Cervantes, me arrepiento de no haber escrito entonces el artículo que están ustedes leyendo, porque esa carta refleja al parecer una opinión muy extendida; la prueba es que este mismo periódico publicó hace poco una carta semejante: en ella, otro español se quejaba de que el Cervantes de Bruselas hubiera programado una actividad en inglés. “Estamos ante un uso equivocado de los recursos destinados a la transmisión del español y su cultura”, sentenciaba. ¿Es así? ¿Debe el Cervantes realizar actividades sólo en español y todo lo que no sea eso es un despilfarro? Y por cierto: ¿tan importante es el Cervantes como para que hablemos tanto de él?

La respuesta a esta última pregunta es sencilla: para su importancia real, del Cervantes se habla poquísimo. La importancia del Cervantes es enorme. Lo es porque se trata del organismo encargado de promover en el mundo la enseñanza, el estudio y el uso del mayor capital del que dispone nuestro país: el idioma español. “¡Ah, si nosotros tuviésemos América Latina!”, dicen que decía François Mitterrand. Y lo que quería decir el presidente francés es que un idioma universal como lo es el español, con sus casi 600 millones de hablantes, representa un tesoro mirífico, una fuente incalculable de poder, de influencia y de riqueza. ¿Son conscientes de esta evidencia nuestros gobernantes? Obviamente, no. Si lo fueran, ya estaría en marcha uno de los proyectos más ambiciosos que pueden proponerse los Gobiernos de habla hispana: la creación de un Cervantes no sólo español, sino del español; es decir, un Cervantes en el que participen todos los Gobiernos de los países donde se habla el español, lo que lo dotaría de una fuerza imbatible. Dicho esto, ¿debe el Cervantes operar sólo en español? La respuesta también es sencilla: no. Ahora mismo el Cervantes imparte clases de español en 87 centros distribuidos en 44 países de todo el mundo, pero la difusión de la lengua, con ser una tarea vital, no es la única que debe llevar a cabo el Instituto; éste también debe servir para la difusión exterior de las culturas hispánicas (incluidas desde luego aquellas que no se expresan en español). Y si hay que hacer esto en otras lenguas, empezando por la del país en que se celebra el acto y acabando por el inglés, que todavía es más universal que el español, la obligación del Cervantes es hacerlo. Es lo que hizo el Cervantes de Bruselas al programar el acto en inglés del que se quejaba la segunda carta que mencioné: según recordaba el director del Instituto en su réplica, el acto fue protagonizado por la física Alicia Sintes, reciente premio Princesa de Asturias, y se hizo en inglés para atraer a científicos belgas al Instituto y mostrarles “que además de magníficas playas tenemos grandes científicas”. Y es lo que hizo el Cervantes de Sídney al programar un acto realizado en inglés, conducido por un escritor australiano y dirigido a un público australiano con el fin de difundir en Australia los libros de este plumífero, valgan estos lo que valgan.


En resumen: el Cervantes es demasiado importante para ser sólo una academia de idiomas, no digamos un gueto o un refugio folclórico o un bálsamo contra la nostalgia legítima de los expatriados; debe ser un instrumento de intervención de nuestra cultura en la cultura universal.