lunes, 23 de abril de 2018

EN LA CASA ENCENDIDA, LOS LIBROS ENCENDIDOS.

       
LOS LIBROS ENCENDIDOS
Javier Pérez Walias

«Buenas noches, don Luis» —dice el sereno,
y al mirar hacia arriba,
vi iluminadas, obradoras, radiantes, estelares,
las ventanas,
—sí, todas las ventanas—,
Gracias, Señor, la casa está encendida».
Luis Rosales
«En los libros leídos está la sombra, el rastro de lo que fuimos, los diversos bocetos de nuestro aprendizaje estético y de nuestra evolución vital, los vestigios de ciertos afanes que un día nos conmovieron [...]».
Luis Landero
Un libro —me dijo, en una ocasión, un poeta— es un manojo de fósforos desde el instante en que es rozado por la luz de la lectura. Con el tiempo, he sabido que tal afirmación es cierta. Un libro estará siempre dispuesto a iluminarnos, a encandilar nuestros ojos y nuestro estómago como un suculento plato encima de la mesa. Un libro siempre estará próximo, presto a echarnos una mano. Razón de más —pensé— para escribir un elogio a este leal amigo en alegrías y cicatrices. Pero, antes de encomendarme a redactar las líneas que siguen, debo confesarte, estimado lector, que he reflexionado bastante sobre si acometer o no dicha empresa, y cómo hacerlo. Me pregunto hasta qué extremo un escritor puede expresar, sin dejarse llevar por la pasión y en pocas palabras, un encomio digno de uno de los regalos más trascendentes y fascinantes que se ha hecho la humanidad a sí misma. Me pregunto —con palabras de Baltasar Gracián— si ahora «que todo el mundo anda al revés y todo cuanto hay en él es a la trocada», los libros no son más que objetos caídos en desgracia; artefactos, agradables al tacto e incluso al olfato, y bien parecidos a la vista, que sobreviven en las estanterías de cualquier librería de viejo, de una gran superficie comercial, o de las bibliotecas públicas y privadas. Me pregunto si el libro no es —a día de hoy, en pleno siglo XXI— una desalmada mercancía que genera pingües réditos a las industrias papeleras, por ejemplo. Una encuesta reciente nos dice que un 40% de los españoles jamás ha leído un libro. «La encuesta hiela la sangre». Aunque fuera cierto lo dicho hasta aquí, niego la mayor. Lo niego a pies juntillas. No creo ni puedo permitirme el exceso de creer que ello sea así, sin más. Si así fuera, me rompería el alma por preservar una sola página —aunque solo una fuera— de una buena historia, o unos versos, y no necesariamente de Dante, San Juan, Quevedo, Sor Juana Inés, Valente o Gamoneda. Los libros, como las personas y sus corazones, nos llaman desde dentro —contienen vida en sí mismos—, laten en nuestro interior. Atesoran esperanza, nos proporcionan paz y sentido, nos regalan imaginación, cordura, fantasía y algún que otro baño de realidad.
Escribía yo, allá por el año 2005, un breve texto en homenaje al maestro chileno Pablo Neruda, titulado «Confieso que he leído» en homónimo acercamiento al título de su testimonial crónica Confieso que he vivido. Y es que la lectura y la vida transitan por la misma senda que los ríos, por los mismos campos de zafiros que la luz de las estrellas en las Soledades de Góngora, por los mismos poros que la tinta en el papel. Y es que, subido a una escalera, trasteando en los estantes así, de cerca, repasando los lomos de los libros con los dedos —como quien toca las teclas de un piano— se palpa la vida de forma diferente. Uno siente que, a su paso, la madera respira con el aliento de los que ahí descansan, con el aliento de los que desde ahí nos acompañan en dialogante y sabia conversación. Pero no siendo yo ni ama, ni sobrina, ni cura, ni barbero, nada más lejos de mi interés que emular —a la manera del de Lepanto— un «donoso y grande escrutinio» de títulos, y aun menos, salvar de las brasas del olvido aquellas obras que ya alcanzaron a lo largo del tiempo la misericordia de sus lectores. Y señalo, por ejemplo, a Amadís de Gaula o Tirant lo Blanch, cuyas lecturas, entre otras muchas, me han traído hasta este punto, convirtiéndome en lo que soy: un lector ávido de asombro. Los libros atesoran la gran metáfora de lo que somos, tanto en lo personal como en lo colectivo. Por ello, insisto, no haré un inventario a cuenta de los que he visitado a largo de los años. No es el momento ni el lugar. Aunque sí quisiera mencionar, siquiera, unos pocos recuerdos entrañables que han aflorado con el repaso de algunas de mis lecturas. Y es que estoy convencido de que elogiar un libro, cualquier libro, es defender la vida a cara de perro, a capa y espada, cuerpo a cuerpo, golpe a golpe o verso a verso. Y así como el tiempo y el espacio nos determinan con sus rumbos cardinales (Plinio el Viejo en el horizonte), definiéndonos y modulándonos sin que hayamos elegido el cuándo ni el dónde nacer, así el que escribe tampoco elige su escritura. La escritura, como la luz, «es un don: no se halla entre las cosas/ sino muy por encima, y las ocupa/ haciendo de ello vida y labor propias». Por la misma «razón de la sinrazón que a mi razón se hace», los lectores nos convertimos en metamórficos protagonistas, quijotes y sanchos, de multitud de historias, de maravillas y genialidades librescas. Para ello se nos exige — tan solo— una condición: ser lectores, desprendidos y leales lectores. Así fue como me adentré en el Callejón del Gato y en su laberinto de espejos; en el gran laberinto de los libros que buscaban lector. Así fue como me precipité en este abismo inexplorado, sin ovillo de Ariadna ni corona luminosa. Así fue como me quedé boquiabierto una mañana de invierno, al abrir la puerta de una librería de lance y escuchar una vieja voz bronca que, desde el fondo, temblorosamente iluminada por un manojo de fósforos y oculta tras una torre de libros me dijo: «Quédese pasmado dentro o fuera, pero cierre la puerta. Hay corriente». Así fue como tembló todo el vértigo de los sueños dentro de mí, al sobrevolar las páginas de una historia interminable cabalgando sobre el lomo blando de un dragón blanco.
La magia de la lectura, debo decirlo también, entró en mi casa por el balcón, que daba a la Hermanitas de los Pobres, de la mano de sus majestades los Reyes Magos de Oriente. Gracias a ellos —allá por los años setenta del pasado siglo—, el salón de la casa se colmaba puntualmente, cada 6 de enero, de huéspedes: caballeros y damas, príncipes y princesas, guerreros y amazonas, señoras y criadas, héroes, pícaros y heroínas. Gracias a Sus Majestades, tuve entre mis manos los libros de viaje de Marco Polo. Me los hice leer y aprendí mucho sobre «las diferentes razas de hombres y la variedad de las diversas regiones del mundo, [...] sus usos y costumbres» y «todas las grandísimas maravillas» de un tiempo lejano y extraño. La vida se alimenta de la literatura como un río de sus afluentes; la literatura se alimenta de la vida como el mar de las aguas dulces de los arroyos: la vida y los libros confluyen, se mezclan, se ordenan y desordenan en un infinito tráfago de fortuna. En los libros, como en la vida, se sufre de desasosiego y desamparo, y se disfruta; como en la vida, en los libros, Ella encuentra a su Odiseo, Él a su Penélope. En los libros conocimos a nuestros antepasados en medio de la refriega de una balacera o de una guerra; y conquistamos la libertad sobre la popa de un bajel «con diez cañones por banda» y «a toda vela». Todos tenemos nuestro alter ego, nuestro personaje gemelo esperándonos en las páginas perdidas de algún libro.
He viajado a muchos lugares: pueblos, ciudades, países, continentes —por tierra, mar y aire—, y siempre con un libro bajo el brazo. Con cada lectura, he viajado a donde los libros han tenido a bien llevarme. Sin ir más lejos, puse rumbo a Nueva York al menos en dos ocasiones, y con dos de los mejores compañeros de viaje: Juan Ramón Jiménez y Federico García Lorca. En su compañía, aún hoy, surco el océano y deambulo —de vez en cuando— por la ciudad de los rascacielos. «Los libros tienen mucho de sueños elaborados», me dijo Borges cuando visité al gran Ireneo Funes en su patio de tierra, en Fray Bentos, capital de Río Negro, en la República Oriental del Uruguay: un tipo tullido de cara taciturna y aindiada que «no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado». En los libros, a menudo, me encontré con personajes maravillosos como «el gallo de la veleta, recortado en una chapa de hierro que se cantea al viento sin moverse y que tiene un ojo solo que se ve por las dos partes, pero es un solo ojo, [que] se bajó una noche de la casa y se fue a las piedras a cazar lagartos. Hacía luna, y a picotazos de hierro los mataba». Desde entonces, Alfanhuí fue uno de mis mejores aliados de andanzas al relente de la Intemperie. Gracias a los libros me he codeado con «tesoreros y sirvientas, sabios y astrólogos, magos y bufones, mensajeros, cocineros y acróbatas, funámbulas y narradores de historias, heraldos, jardineros, guardianes, sastres, zapateros y alquimistas». E incluso me enamoré —«hasta las trencas»— de una emperatriz infantil que vivía en el centro de una flor. Y es que si «las pasiones humanas son un misterio», la lectura es el susurro generoso de un fabulador animal desconocido, o no tanto.
Los libros no están escritos, como dicen algunas malas lenguas, en un monocromo negro sobre blanco; los libros tienen alma, nos esperan con impaciencia para ser encendidos y han sido cuidadosamente escritos con luz: a la luz de una vela, unos; a la luz del carburo, otros; a la luz de una lámpara, algunos; a la luz de la sabiduría y del ingenio, los más. En un libro siempre hallaremos un rayo que no cesa.


DÍA DEL LIBRO 2018


domingo, 22 de abril de 2018

HUELLAS EN LAS CENIZAS DE LA VIDA

José Luis Romo escribe en El Mundo sobre la obra que podemos ver en el Teatro Español (C/ Príncipe, 25), del 19 al 29 de abril. Es un montaje  de La Zaranda y se llama Ahora todo es noche. Leamos:

 

Con cuatro décadas de trayectoria, La Zaranda es una de las formaciones más veneradas y interesantes de nuestra escena, aunque quizás el gran público no esté familiarizado con ella. Ganadora del Premio Nacional de Teatro en 2010 e invitada habitual a la Bienal de Venecia, el crédito de esta compañía comandada por el director Paco de la Zaranda y el dramaturgo y poeta Eusebio Calonge se basa en su insobornable ética. A través de los años, ha sabido mantenerse fiel a un personalísimo lenguaje escénico que bebe del esperpento y lo grotesco y que no deja indiferentes a los espectadores. Basta echar un vistazo al Twitter de Calonge, plagado de interesantes sentencias, para darse cuenta de que éste es un grupo ajeno a cualquier moda o tendencia. «Hay que confrontar todos los postulados estéticos trazados a priori, aceptar que la obra siempre está en lo que desconocemos», escribe Calonge en la red social.

 

La Zaranda vuelve al Teatro Español, donde la temporada pasada ya mostró la estupenda La extinta poética, junto a la compañía aragonesa Nueve de Nueve, para estrenar Ahora todo es noche. Este título de resonancias casi apocalípticas es una coproducción entre esta compañía y el Teatre Romea de Barcelona, que comenzó su andadura en el Teatro Principal de Zaragoza el pasado mes de enero con entusiastas críticas.

 

La pieza es una parábola que habla de los mendigos de nuestra sociedad, esas personas con las que nos cruzamos cada día en las calles y plazas de las ciudades pero que en muchas ocasiones preferimos no ver. Gente que vive entre nosotros pero sobre la que intentamos trazar una línea que nos separe: recibir un salario.

 

«Se volvieron invisibles, tan acostumbrados ya estamos a verlos, dormitando en los vestíbulos de las estaciones y aeropuertos, revolviendo en los contenedores de basura, haciendo cola en los comedores benéficos... Los vemos tan lejanos y apenas la cantidad de una mensualidad nos separa de ellos. Los arrojados por la borda de sus destinos, los náufragos en la oscuridad de un mundo hostil. A veces en silencio cruzan nuestra consciencia, aunque los evitamos como el beso del leproso, porque su pobreza nos interpela. ¿Quién cree que tiene algo para siempre? [...] ¿Quien no ha mendigado algo alguna vez?», se pregunta el director Paco de la Zaranda.

 

El montaje, que navega entre el humor descarnado y la denuncia, cuenta con la interpretación del propio director, Francisco Sánchez, así como de Gaspar Campuzano y Enrique Bustos. Ellos son los únicos intérpretes que han permanecido inamovibles en los 14 montajes que lleva a sus espaldas esta compañía que nació como «Teatro inestable de la baja Andalucía» y que, ahora, prefiere definirse como «teatro inestable de ninguna parte».

ROGAMOS NO ROGAR

De nuevo Álex Grijemo, para los que desde lejos quieren votar aquí. Muy interesante. Lo leemos en El País

Rogativas por un voto

El vocabulario burocrático acude mucho a términos basados en “rogar” y “suplicar”

Pocas locuciones habrá tan desafortunadas en el lenguaje administrativo como voto rogado, expresión que se aplica al sufragio que deben tramitar los emigrantes.

El ejercicio de un derecho democrático inherente a la persona, se halle ésta donde se halle, no puede asociarse con el verbo rogar, que consiste precisamente en pedir algo como gracia o favor. Es decir, como si no se tuviera derecho.

La condición de elector se adquiere con la mera formalidad de constar como español mayor de edad, y eso no parece compatible con los infames trámites que han de cumplir quienes viven fuera de España para enviar sus papeletas a las urnas; hasta el punto de que solamente la mitad de quienes lo intentan consigue su objetivo. Tras regularse el voto rogado en 2010, los votantes españoles en el extranjero pasaron del 30% al 5%.

El Diccionario del español jurídico define así voto rogado: “Necesidad de que los electores formalicen su intención de votar en unas elecciones para poder ejercer su derecho”. Y la verdad es que el concepto rogado no aflora en la definición. Si se formulara al revés (primero se lee la definición y luego se busca la locución definida), seguramente aportaríamos opciones como voto anunciado, o voto formalizado o voto tramitado. Pero rogar, ¿por qué?

En eso no tiene ninguna culpa el referido diccionario, por supuesto, sino la consideración que el lenguaje administrativo viene dando a un acto que no debería superar el rango de la simple solicitud o la más sencilla instancia. Pero de ahí a rogar que se conceda la posibilidad de depositar el voto, hay un tortuoso trecho: los trámites suelen provocar incluso que no lleguen a tiempo las papeletas de quienes los han superado con resignación y perseverancia.

A la Administración le han solido gustar determinados verbos: “Suplico a V. I. sea aceptado el recurso”, “ruego a usted me sea devuelto el dinero…”. El vocabulario burocrático acude mucho a términos basados en rogar y suplicar: rogatoria, comisión rogatoria, rogación, principio de rogación, recurso de suplicación, suplicatorio, súplica… A veces se trata de supuestos en los que alguien se adentra en un terreno donde no es soberano; y, por tanto, debe pedir alguna especie de permiso o transmitir una solicitud. Pero en otras ocasiones parece más bien que ha sobrevivido hasta nuestros días el léxico de los tiempos en los que el ciudadano se había de humillar ante el poder, y sólo rogando o suplicando podía obtener la gracia que esperaba merecer de V. I. (vuestra ilustrísima, recuérdese).

Los dos grandes partidos españoles (el PP y el PSOE por ahora) han mostrado una notoria incompetencia a la hora de resolver este problema que ellos mismos crearon. Intentaban evitar una ínfima parte de voto irregular, y consiguieron una amplísima parte de voto imposible.

Como la segunda acepción de rogar señala que también equivale a rezar, a lo mejor se trata de que los emigrantes o los estudiantes en fase de superior formación en el extranjero saquen a algún santo en procesión para rogarle el voto.
Mientras eso no suceda, en casos así estaremos obligados a ver el mundo del revés: no son los políticos quienes ruegan a los electores que los voten, sino que son los electores quienes ruegan a los políticos que les dejen votar.

PALABRAS PARA NO DECIR LA VERDAD

En un comunicado difundido por los diarios Gara y Berria, seis años después de anunciar el final de la violencia y cuando faltan quince días para que se disuelva, el periodista Álex Grijelmo analiza en El País la lengua de ese comunicado. Leamos atentos:

Las trampas lingüísticas de ETA
El texto de su último comunicado invita a incluir la violencia de la banda en otra violencia general

El comunicado de ETA constituye un avance en su vocabulario, porque antes no figuraban en él palabras, locuciones, oraciones o sintagmas como reconocer, provocar dolor, respeto a los muertos y a las víctimas, sufrimiento originado, lo sentimos de veras, pedimos perdón. Pero eso no significa que su lenguaje haya dejado de ser tramposo.

Se hace a continuación un análisis crítico de ese texto.

Retóricas políticas. ETA utiliza en su texto un lenguaje lingüísticamente político. Cae en fórmulas retóricas y estiramientos ineficaces que están presentes en todos los partidos como una especie de dialecto que distingue el habla de los políticos respecto de aquella que usan los ciudadanos: “ETA quiere reconocer” en lugar de “ETA reconoce”; “en el transcurso de” en vez de “durante”; “ETA quiere mostrar su compromiso” en lugar de “se compromete”; “no debió prologarse tanto en el tiempo” en vez de “no debió durar tanto”; “desde la honestidad y el pleno respeto” y no “con honestidad y pleno respeto”.

Incluso quienes sostienen posturas ajenas al sistema político imitan sin rubor el lenguaje del propio sistema, generalmente vacuo y lleno de palabras prescindibles.

Eufemismos. El comunicado evita una vez más palabras como atentados, terrorismo, asesinato..., para usar en su lugar acciones, lucha armada, las consecuencias del conflicto, trayectoria armada. En eso no se ha producido ningún cambio.

Manipulaciones. ETA se sigue autodenominando una organización “de liberación nacional”. Asume que es separatista, pero no acude a esa expresión porque no desea poner el foco sobre el hecho de que pretenda escindir el País Vasco de España, sino sobre una supuesta ocupación de la que Euskadi debe defenderse.

Ocultamientos. La técnica más actual de la manipulación consiste en el ocultamiento o el silenciamiento de datos, de modo que se ofrece sólo una parte de la realidad con la esperanza de que el receptor no sea capaz de reconstruir el resto, o al menos se le dificulte ese acceso.

Eso sucede por ejemplo en estos dos pasajes:

ü  “Las generaciones posteriores al bombardeo de Gernika heredamos aquella violencia y aquel lamento”. La autoexculpación o la referencia a causas ajenas a la voluntad de quien mata se plasma con toda claridad en esa frase, que juega también con la técnica de la ocultación parcial. El bombardeo de Gernika constituyó una de las mayores muestras de crueldad humana, pero Gernika no fue la única localidad bombardeada en la Guerra Civil. Justificar la existencia de ETA en la “herencia” de aquel bombardeo choca con el hecho de que no se crearon movimientos terroristas en otras zonas arrasadas igualmente por el franquismo; y también con la circunstancia de que entre aquel crimen de guerra y el nacimiento de ETA mediaron más de veinte años.

ü  “En estas décadas se ha padecido mucho en nuestro pueblo”. Ese uso del verbo en forma impersonal evita especificar un sujeto. La oración siguiente sí habla de “muertos, heridos, torturados, secuestrados o personas que se han visto obligadas a huir al extranjero”. Pero, tal como se construye el discurso, éste conduce a la inferencia de que es el pueblo vasco el que ha sufrido; y no otro. Y ha sufrido “el pueblo” por sus muertos, sus heridos, torturados y secuestrados; sin que aparezca en el espíritu del mensaje el sufrimiento propiamente de las personas que padecieron muerte, heridas, torturas o secuestros, ya sean vascas o no. Es una despersonalización habitual en el lenguaje de ETA (por ejemplo, cuando asumía el atentado “contra un cuartel de la Guardia Civil”, evitando referirse a quienes se hallaban dentro). Al mismo tiempo, la enumeración citada invita a incluir la violencia de ETA como parte de una violencia más general. A eso contribuye la palabra “torturados”, que la banda atribuye a sus miembros, mientras que no ha asumido nunca como torturas la privación de libertad y las penosidades que ella impuso a sus secuestrados. Del mismo modo, “personas que se han visto obligadas a huir al extranjero” es un sintagma destinado exclusivamente a la cuota de sufrimiento de ETA, pues “el extranjero” es donde se escondieron los etarras, mientras que los exiliados vascos a quienes perseguía ETA se marcharon a vivir generalmente a otras zonas de España, desde cuya perspectiva jamás se podría pensar que se fueron “al extranjero”. De ese modo, los términos “muertos”, “heridos” y “secuestrados” se pueden adjudicar tanto a los delitos de ETA como a los cometidos por los GAL, organización terrorista en la que participaron en los años ochenta diversos cargos del Ministerio del Interior que luego fueron condenados por ello. Pero en el lenguaje y la perspectiva de ETA, las demás palabras de la enumeración (“torturados”, “personas que se han visto obligadas a huir al extranjero”) no se usan como asunción, sino como acusación. Y todo ello contribuye a dibujar una falsa simetría.

Dos partes iguales. La organización terrorista no ha renunciado a su disparatada visión del mundo. Vuelve a equiparar sus asesinatos con la actuación de “las fuerzas del Estado y de las fuerzas autonomistas que han actuado conjuntamente” con acciones “totalmente injustas”. Y esas fuerzas del orden utilizaban “el disfraz de la ley”. Así, los jueces, la Ertzaintza o las fuerzas policiales del Estado no representaban a la ley, sino que vestían su disfraz y por tanto se hallaban fuera de ella.

ETA sigue representando, pues, un conflicto entre dos partes iguales enfrentadas entre sí; y no el desatado por la actuación de un grupo terrorista contra la legalidad. Por eso dice: “Reconozcamos todos la responsabilidad contraída y el daño causado”. Y más adelante: “Todos deberíamos reconocer, con respeto, el sufrimiento padecido por los demás”. Y con ese “todos” usado en ambas ocasiones, ETA parece equipararse con quienes sufrían su violencia y se defendían de ella Constitución en mano.

Atenuaciones. Da la sensación de que a cada frase donde ETA reconoce su culpa le debe seguir otra en la que ésta queda contradicha, o se atenúa, o se suprime o se proyecta sobre la responsabilidad de un tercero.

Por ejemplo, en este fragmento: “ETA reconoce la responsabilidad directa que ha adquirido en ese dolor, y desea manifestar que nada de todo ello debió producirse jamás o que no debió prolongarse tanto en el tiempo”. Se lee ahí por un lado la afirmación de que los atentados no debieron producirse jamás, y a continuación se dice que en realidad no debieron durar tanto. La presencia contundente de la palabra “jamás” queda arruinada por “no debió prolongarse tanto en el tiempo”, lo cual constituye una contradicción.

Lo mismo sucede cuando el comunicado señala: “Ojalá nada de eso hubiese ocurrido, ojalá la libertad y la paz hubiesen echado raíces en Euskal Herria hace mucho tiempo”. De ese modo, el noble deseo de que no se hubieran producido nunca asesinatos se vincula con la condición necesaria de que antes reinaran “la paz y la libertad”, en una nueva visión distorsionada de la Euskadi democrática, cuya paz y cuya libertad eran puestas en peligro precisamente por ETA.

De ese modo, el terrorismo continuó tantos años porque “este conflicto político e histórico debía contar con una solución democrática justa” que no se daba. De nuevo, el pretexto sigue a la declaración de perdón.

Pero la psicología de quien redacta el comunicado queda más desnuda quizá con una locución de tres palabras: “Un sufrimiento desmedido”, dice el texto al retratar el dolor causado. Es decir, un sufrimiento “desproporcionado, falto de medida”. Eso permite deducir que en la mente de quien lo escribió sí cabía un sufrimiento proporcionado; y que, en definitiva, lo que le pasó a ETA es que se excedió en la dosis.