El pasado 7 de enero, Cameron
escribía sobre la figura de Shakespeare.
Nosotros queríamos que nuestros políticos hicieran algo parecido con Cervantes. Como ahora, el pasado día sábado,
Mariano Rajoy lo ha hecho en el
diario El Mundo y nosotros lo hemos leído, lo
recogemos aquí:
Cervantes y el diálogo español
Celebrar a nuestros grandes hombres es
celebrar un legado que todos compartimos. Por eso mismo, lejos de constituir un
ejercicio de nostalgia, conmemorar la huella de Miguel de Cervantes en su IV
Centenario es la mejor manera de encontrar, en nuestro pasado común,
inspiración para comprender nuestro presente y afrontar nuestro futuro. No en
vano, los españoles -y no sólo los españoles- hemos buscado la lectura de Cervantes, y muy especialmente de El
Quijote, más adecuada a las inquietudes y esperanzas de cada época. Y
cuatro siglos después de la muerte del fundador de la novela moderna, la obra
cervantina nos habla del papel vertebrador y la proyección internacional de la
lengua y la cultura españolas, así como de un afán de libertad, concordia,
entendimiento y diálogo presente en nuestra historia. Y, al tiempo que el genio
de Cervantes nos invita a mirar con
gratitud la aportación española a las grandes obras del espíritu, tampoco deja
de afirmar una idea de la riqueza de lo hispánico imposible de olvidar en un
año en que celebramos asimismo a uno de nuestros mayores escritores en catalán:
Ramon Llull.
Todos estamos familiarizados con Cervantes y sus ficciones. Sus
personajes y sus expresiones perviven en nuestro día a día, en nuestra
conversación habitual. Nuestra lengua sigue siendo «la lengua de Cervantes», y su nombre está presente tanto en los
premios que reconocen la excelencia de nuestros mayores escritores -españoles o
americanos- como en la institución que difunde nuestra cultura y nuestras
lenguas por el mundo. La música y el teatro, la televisión y el cine nos han
dado otras tantas maneras de acercarnos a Cervantes
y a su hora de España. Y, ante todo, El Quijote sigue siendo «el más
hermoso, el más gallardo y el más discreto» de los libros, por lo que no
extraña que, después de la Biblia, sea también el más editado y
traducido. Este es un dato bien conocido, pero es aún más importante la
realidad que deja traslucir: muy pocos libros, por no decir ninguno, han
seducido y reunido en torno a sí a tantos lectores y escritores eminentes como El
Quijote. Por eso la obra cervantina ha alimentado de modo
extraordinario distintas tradiciones de literatura y pensamiento, de la
británica a la rusa, cuyos artífices siempre supieron apreciar la «secreta
lección de libertad y humanidad» que, como escribe el hispanista Bataillon, se encuentra en las páginas
del más universal de los escritores de España. A decir de los especialistas,
incluso Shakespeare -cuyo año
también celebramos- habría viajado con El Quijote en sus alforjas.
Pero el llamado «príncipe de los ingenios» no sólo nos da motivos para pensar en
esa «provincia entera de la cultura
humana» que, según afirmó el premio
Cervantes José Jiménez Lozano,
es la cultura en español. Ni su grandeza se agota en haber sido, como escribió
otro premiado, Juan Marsé, «germen y fundamento de la ficción moderna»
en todo el mundo. Cervantes es
también figura clave en el diálogo de nuestro país consigo mismo. Su lectura, a
lo largo de los siglos, ha contribuido -si se me permite citar mis propias
palabras en un reciente acto en el Museo
del Prado- a hacer de la nuestra «una
sociedad más libre, más crítica y con menos prejuicios». Y la larga
tradición de crítica, comentario y recreación de la obra cervantina ha
constituido por sí misma uno de nuestros más nobles empeños intelectuales y
artísticos, de Saura a Picasso y de Ortega a los trabajos de la Real
Academia, entre otras instituciones. Esta continuidad en la relectura de la
obra cervantina tiene no poco de gran construcción hispánica, del mismo modo
que ya en El Quijote, las Novelas ejemplares o los Entremeses
vemos la pluma de un escritor capaz de comprender y alabar las distintas
modulaciones de nuestra cultura española. Así, tan amante Cervantes de Barcelona, no extraña que uno de sus mejores
estudiosos haya sido el barcelonés Martín
de Riquer. Ni sorprende que, dada su devoción al Tirant lo Blanch, el
valenciano Mayans y Siscar
compusiera la primera vida cervantina. Igualmente, tampoco nos puede llamar la
atención que Miguel de Unamuno,
quizá el más quijotesco de nuestros intelectuales, dedicara páginas y páginas a
la obra magna de quien «tuvo siempre en
tan aventajado predicamento a los vizcaínos» como él. Cervantes, por tanto, se muestra no sólo como gran catalizador de
nuestra cultura común, sino también a modo de ideal y espejo en que mirarnos a
la hora de entender nuestro país y dar continuidad a su cultura. Una labor que,
al modo cervantino, todos -comenzando por los políticos- debemos proseguir
desde el diálogo y el espíritu constructivo.
Hay
sobrados motivos, en consecuencia, para repasar en este IV Centenario la impronta de Cervantes.
Sin duda, nada puede sustituir la lectura individual de El Quijote y del conjunto
de su obra. Pero el Gobierno, a través de una Comisión Nacional creada al respecto en abril de 2015, bajo la
presidencia de honor de Sus Majestades los Reyes, se ha tomado la conmemoración
como lo que en verdad es, un «acontecimiento
de excepcional interés público». Los trabajos de la Comisión Nacional, en la que encuentran representación territorios
e instituciones vinculadas a la vida y obra de Cervantes, han propuesto más de 220 proyectos y actividades que
buscan hacer accesible el legado cervantino y acercarlo a los españoles -ante
todo a los más jóvenes- con un énfasis educativo y pedagógico. Así, la
exposición central que se inauguró ayer en la Biblioteca Nacional va a ser tan sólo el comienzo de un año
cervantino que también tendrá notable presencia fuera de nuestras fronteras, en
las embajadas e Institutos Cervantes
de todo el mundo. Porque el mensaje humanista de Cervantes y El Quijote refleja la universalidad
de una obra que, sin dejar de ser nítidamente española, ha enriquecido a todas
las culturas con «lo más noble, bello y
justo que alienta en el corazón humano».