El poeta y profesor de Filología Clásica de la Universidad de Salamanca, Juan Antonio González Iglesias, en El País de hoy domingo, nos cuenta
Cómo se
debe celebrar a un clásico
Los centenarios de Shakespeare y
Cervantes en 2016 abren el debate
sobre el papel que debe tener el poder político en los homenajes.
Cervantes y Shakespeare
se incorporaron al club de los elegidos con las mismas cualidades que los
grandes de Grecia y Roma. La única diferencia es que la inmortalidad de los
modernos se mide por siglos, y la de los antiguos por milenios. Si en 2016
honraremos a los autores de Otelo
y de El Quijote por su cuarto
centenario, en 2017 recordaremos al poeta que escribió el Arte de amar y las Metamorfosis,
porque se cumple su bimilenario.
Hace unos años, cuando acababa de explicar
en la facultad que clásico podía entenderse como sagrado en un sentido
cultural y laico, una alumna replicó que eso era una contradicción en los
términos, porque desde una perspectiva laica no había nada sagrado. Intenté
hacerle ver que la sacralidad cultural hace que, por ejemplo, nos horrorice la
idea de ver que se quema un libro (no ya El
Quijote, sino cualquier libro). Que esa sacralidad incluso puede ser
contraria a la religiosa, porque las grandes religiones no han dudado en
destruir a los clásicos que las contrariaban. Por último, procuré enfocarlo de
otro modo: clásico quiere decir sagrado porque se refiere a una obra atemporal.
Con los clásicos actúa la convención (una hermosa ficción aceptada como
realidad) de que pasan por el tiempo sin que el tiempo pase por ellos. Los
clásicos son lo más parecido a la eternidad laica que tenemos los occidentales.
Seamos creyentes, ateos o agnósticos, podemos compartir ese tesoro, que parece
intangible, pero es tan tangible como un libro o la pantalla de un lector
electrónico.
Como cualquier moneda que ha transitado los
siglos, los clásicos tienen anverso y reverso. En el anverso son reconocibles
varios trazos preciosos: contribuyen a la memoria compartida de una sociedad,
afinan la libertad singular de cada ser humano único, y están abiertos a una
interpretación nueva con cada lectura. Contribuyen al consenso social porque
son de todos o más exactamente están ahí para todos. No son de izquierdas ni de
derechas, aunque lo fueran en su momento, —y muchos, además, no lo fueron—. Se
les puede aplicar la teoría de género como se les aplicó el estructuralismo o
el marxismo más duro. También se prestan a la más espiritual de las lecturas.
Razonemos una de sus maravillas: 1) Plotino
dijo que el bien siempre está disponible; 2) los clásicos siempre lo están; 3)
ergo los clásicos son un bien.
¿Y el reverso? Su vinculación con el poder.
Desde el momento mismo en que se convierten en clásicos, forman parte de lo
instituido. Están asociados a los padres, a los profesores, al orden del mundo
anterior a nosotros. Por eso provocan rechazo y miedo. Umberto Eco dice que la gran literatura es autoritaria, y es que,
siendo como es más grande que nosotros, se nos impone ella sola, aunque nadie
haga nada por imponerla. Como un avión que se sostuviera en el aire por el
miedo sumado de los pasajeros, los clásicos se sostienen en su altura por el
miedo sumado de quienes no los han leído.
Y aquí llega Don Quijote, que es distinto. Hace que todo lo que leemos en los
libros pueda cambiar el mundo. Transforma los clásicos que él leyó en un sueño.
Convierte la institución en aventura. En ese juego de niveles, la obra de Cervantes es el clásico 2.0, como
mínimo.
Por eso hay que hacer que los niños y los
jóvenes lean El Quijote.
Igual que los llevamos a ver el Museo
del Prado, no se les puede dejar solos en esa aventura, ni confiar en que
lo leerán de adultos, apuntándose al club de lectura de su biblioteca o de su
grupo de Facebook. Es un juego
difícil, que conviene aprender gradualmente. La primera lectura de los clásicos
debe ser obligada. Podría ser propuesta, sugerida u ofrecida, pero sería mejor
que fuera obligada, sin miedo. Hay que haber leído El Quijote pronto, de joven, y si se puede, de niño, en
alguna adaptación, que puede ser resumen o fragmento. Hay que memorizar
tempranamente alguno de sus pasajes inmortales: la larga y bella frase
inaugural, el elogio de la libertad, el “no
hay pájaros hogaño en los nidos de antaño”, el “fui loco y soy cuerdo”. Y todo eso hay que hacerlo en la
enseñanza.
Los clásicos tranquilizan, porque ofrecen
estabilidad y serenidad al cuerpo social, y más aún al cuerpo mismo del lector.
A la vez, los clásicos irritan, porque desafían con su autoridad las ideas
preconcebidas de cada uno y los esquemas que cada época presenta como sagrados.
Por ejemplo: pocas cosas más relajantes —y más irritantes— que ver cómo los
clásicos desafían ahora la corrección política.
En ese juego de dualidades, los
antropólogos detectan el calor y frío en la cultura. A fuerza de ser
institucionales, los clásicos y sus celebraciones corren el riesgo de quedarse
en la zona fría, si no congelada. ¿Qué hay en la zona caliente? Los grandes
acontecimientos deportivos, el viaje, el baile, la fiesta de la cultura de masas,
pero también lo que ahora se mira en la intimidad de las pantallas
electrónicas. Por ahí parecen ir los fastos shakespearianos que ha preparado el
Gobierno británico.
Toda conmemoración, especialmente cuando
está promovida por el poder, debe participar de la paradoja bifronte de los
clásicos. El poder debe honrarlos sin servirse de ellos. En la enseñanza tienen
que ser obligatorios, pero precisamente para fomentar el criterio propio y
cumplir el lema latino: no estudiamos para la escuela, sino para la vida.
Si manejamos la idea de un fuego sagrado,
la fiesta pública del centenario debe parecerse a la llama olímpica más que a
unos fuegos artificiales. La antorcha transmite y propaga, el fuego arde en un
alto pebetero después de haber pasado de mano en mano muchas veces. La
pirotecnia, en cambio, se queda en nada y arrastra al homenajeado hacia su
abismo efímero. Lo mismo que si se trata de una celebración fría. Todo eso
quizá sea peor que el olvido.
Nuestro homenaje a Cervantes debe ser tan relajante como desafiante. Debe lanzarlo
hacia un futuro que ya no será nuestro, confiando en que los jóvenes hagan una
lectura distinta de la que hace la generación que ahora tiene el poder.
A principios de los años 80 en un instituto
público de Salamanca, el Fray Luis de
León, mi profesora de literatura nos puso un examen con una única pregunta:
las mujeres en El Quijote. El
asunto obligaba a haber leído el libro, a tener capacidad de relación, de
empatía y de crítica. Hoy es casi imposible que un profesor de instituto pueda
plantear esa pregunta, entre otras cosas, porque no existe una asignatura de
Literatura, materia que ha quedado subsumida en la de Lengua. Mi propuesta
concreta para honrar a Cervantes en
este 2016 es que quienes pacten el nuevo Gobierno, —quien sea con quien sea—
instauren en las enseñanzas básica y media una asignatura de Literatura,
autónoma. Este homenaje costaría poco o nada y sería una de las
medidas-estrella del nuevo Gobierno. Esa Literatura podría no llevar adjetivo.
O incluso estar en plural, Literaturas. Podría poner al alcance de todos la
Literatura Universal (Shakespeare y Cervantes incluidos), que ahora se
ofrece a muy pocos. Puestos a soñar, soñemos que el curso que viene, en algún
instituto, haya un grupo de adolescentes respondiendo con entusiasmo a la
cuestión de las mujeres en El Quijote.
En esto como en todo, soñar es importante para que cambie lo concreto. Ya Borges vio que, con el paso de los
siglos, no es Don Quijote un sueño de
Cervantes, sino Cervantes un sueño de Don
Quijote.