En La punta de la lengua, su columna dominical
de El País, Áléx Grijelmo escribe sobre cómo funciona nuestro
cerebro para completar nuestro dis…
Le llamó hijo de p...
Esas omisiones parciales ante las
malas palabras nos protegen de oírlas, pero no de pensarlas
El cerebro
humano desarrolla un proceso de comprensión lingüística que a menudo activa la
percepción de una palabra unos milisegundos antes de que sea escuchada o leída.
Se trata de esa misma maquinaria mental que nos invita a pronunciar lo que una
persona tartamuda no termina de decir (cosa que no se debe hacer, por cierto) o
nos impulsa a redondear un refrán que nuestro interlocutor ha dejado a medias.
Del mismo
modo, si alguien nos dice “acostumbro a
lavarme la cara cada...”, nuestra mente lingüística completará la oración
con los sustantivos mañana o día, y elegirá uno u otro en función
de lo que haya oído más recientemente. Cuanto menor sea la “cohorte de
candidatos” a ocupar ese lugar, más fácil resultará rellenarlo por nuestra
cuenta (Alberto Anula, El abecé de la psicolingüística. 1998: 52).
Eso ocurre
también cuando en los periódicos se omiten palabras malsonantes y se dejan a
medias las oraciones en las que se insertaban, pues de todos modos las
descodificamos sin querer cuando se integran en una locución estable. Por
ejemplo, en “lo llamó hijo de p…”
resulta inevitable que la palabra puta
se active en el cerebro, a pesar de que no se haya escrito ni leído; porque
toda nuestra experiencia se vuelca sobre ese mensaje para redondearlo.
El pasado 14
de enero, el futbolista colombiano del Levante Jefferson Lerma aseguró que Iago
Aspas, del Celta, le había insultado durante el partido: “Me ha dicho negro de mierda”.
Al día
siguiente, varios medios relataban el incidente pero sin reproducir la última
palabra pronunciada por el jugador colombiano. En el caso de una cadena televisiva, eso ocurría
tanto en el audio como en el texto que lo acompañaba como subtítulo: “Me ha llamado negro de
m….”. Un pitido y los puntos
suspensivos reemplazaban al vocablo malsonante.
Días después,
un titular deportivo informaba de que Xabi
Prieto, jugador de la Real Sociedad, le dijo a su compañero Íñigo Martínez, que iba a fichar por el
Athletic, el gran rival: “No me j… que
te vas”.
Estas
omisiones parciales pretenden proteger a niños y mayores frente a las malas
palabras. Pero con ese recurso se protege de oírlas, no de pensarlas. Porque
unos y otros habrán rellenado sin dudar lo que faltaba. La cohorte de vocablos
candidatos era ciertamente reducida.
En esos
supuestos, caben dos opciones: o se refiere el exabrupto entero, sin
puritanismos hipócritas, o se deja la textualidad para otra ocasión. En las
declaraciones del futbolista Lerma, se habría podido informar de que éste
denunció que su rival le dirigió una frase racista, sin más. Pero eso tampoco
excluye, claro, que se piense el insulto.
El proceso de
reconstrucción de estos mensajes incompletos depende mucho de la expectativa
que el receptor tenga al respecto. Resulta más sencillo y más rápido aportar
las letras o fonemas que faltan cuando la experiencia más habitual se conecta
con ese mensaje. El cerebro establece en tales casos un juicio de probabilidad,
porque está acostumbrado a acertar con ese recurso innato de la comprensión.
Y ahí debería residir nuestra
principal inquietud. Si al recibir un texto inconcluso como “negro de m...” entendemos en un milisegundo “negro de mierda”, la forma resumida de
reproducirlo no arregla nada. El problema reside en que hayamos reunido la
suficiente experiencia de insultos y racismos como para completarlo sin dudar.