Antes
de
iniciarse
el
texto
de
una
obra
impresa,
es
lo
habitual
encontrar,
después
de
la
portada,
un
conjunto
de
elementos
paratextuales
que
constituyen
los
llamados
Preliminares.
En
los reinos de Castilla, desde la pragmática de 1558 sobre la
autorización previa de impresión, era obligado imprimir los
preliminares una vez impreso el texto, aunque este uso ya se había
iniciado antes de promulgarse esta norma legal. Los elementos que
reflejaban la autorización administrativa y la tasa eran de
inclusión obligatoria. Junto a ellos figuraban a menudo la
dedicatoria, prólogo y otras advertencias al lector y un conjunto de
poesías laudatorias de la obra o el autor, pudiendo también
incluirse la tabla de contenido, a no ser que se imprimiese al final
de la obra.
Dos
cuadernos
constituyen
los
preliminares
de
la
primera
edición
de
El Quijote,
el
primero
de
cuatro
hojas,
seguido
de
otro
de
ocho,
o
sea
un
total
de
doce
hojas
sin
numerar,
ya
que
la
foliación
se
inicia
con
el
texto.
Después
de
la
primera
hoja
con
la
portada,
figuran
en
las
dos
siguientes
tres
documentos
administrativos.
Inicia
este
conjunto
la
certificación
dada
por
un
escribano
del
Consejo
de
Castilla
de
la
tasa
fijada
por
el
mismo
para
su
venta
«en
papel»,
o
sea,
en
rama,
indicando
el
precio
del
pliego,
tres
maravedís
y
medio,
que
al
tener
el
libro
ochenta
y
tres
pliegos
hacen
montar
su
precio
unitario
a
doscientos
noventa
maravedís
y
medio.
Es
este
el
último
trámite
administrativo
que
debe
pasar
todo
libro,
y
en
nuestro
caso
va
fechado
en
Valladolid,
a
20
de
diciembre
de
1604.
A
partir
de
este
momento
podía
concluirse
la
impresión,
y,
en
efecto,
antes
de
que
lo
hiciera
el
taller
de
Cuesta,
la
imprenta
vallisoletana
de
Luis
Sánchez
estampó
la
tasa
en
un
cierto
número
de
ejemplares
que
habían
llegado
de
Madrid
con
el
folio
2
recto
en
blanco,
a
fin
de
que
se
añadiera
ese
imprescindible
requisito
administrativo
y
comercial,
de
modo
que
el
libro
pudiera
lanzarse
inmediatamente
en
la
corte.
Sigue
a
continuación
—el
orden
en
el
que
figuran
no
está
predeterminado—
la
habitualmente
llamada
Fe
de
erratas,
en
esta
ocasión
TESTIMONIO
DE
LAS
ERRATAS,
que
era
en
realidad
un
certificado
del
corrector
oficial
por
el
que
señalaba
la
coincidencia
del
texto
impreso
con
el
original
que
el
Consejo
de
Castilla
había
autorizado
a
publicar.
Lo
firma
el
licenciado
Francisco
Murcia
de
la
Llana
en
Alcalá,
el
primero
de
diciembre
de
1604.