Luis Martín Santos es el autor de una de las más importantes novelas
del siglo XX. Publicada en 1961, Tiempo
de silencio es una simple novela folletinesca de
argumento buen sencillo, pero su estructura es de enorme complejidad.
En un determinado momento, Pedro, el
protagonista, va por la calleen la que vivió Cervantes en Madrid. Este es el pretexto para introducir esta
interesante digresión:
Venía un airecillo cortante desde el este. Para
evitarlo, dejó a un lado la cuesta de Atocha con toda su apertura desabrida y
se metió por las callejas más retorcidas y resguardadas de la izquierda.
Estaban casi vacías. Siguió andando por ellas, acercándose sin prisa, dando
rodeos, a la zona de los grandes hoteles. Por allí había vivido Cervantes -¿o fue Lope?- o más bien los dos. Sí; por allí, por aquellas calles que
habían conservado tan limpiamente su aspecto provinciano, como un quiste dentro
de la gran ciudad. Cervantes, Cervantes. ¿Puede realmente haber existido en
semejante pueblo, en tal ciudad como ésta, en tales calles insignificantes y
vulgares un hombre que tuviera esa visión de lo humano, esa creencia en la
libertad, esa melancolía desengañada tan lejana de todo heroísmo como de toda
exageración, de todo fanatismo como de toda certeza? ¿Puede haber respirado
este aire tan excesivamente limpio y haber sido consciente como su obra indica
de la naturaleza de la sociedad en la que se veía obligado a cobrar impuestos,
matar turcos, perder manos, solicitar favores, poblar cárceles y escribir un
libro que únicamente había de hacer reír? ¿Por qué hubo de hacer reír el hombre
que más melancólicamente haya llevado una cabeza serena sobre unos hombros
vencidos? ¿Qué es lo que realmente él quería hacer? ¿Renovar la forma de la
novela, penetrar el alma mezquina de sus semejantes, burlarse del monstruoso
país, ganar dinero, mucho dinero, más dinero para dejar de estar tan amargado
como la recaudación de alcabalas puede amargar a un hombre? No es un hombre que
pueda comprenderse a partir de la existencia con la que fue hecho. Como el otro
–el pintor caballero- fue siempre en contra de su oficio y hubiera querido
quizá usar la pluma sólo para poner floripondiadas rúbricas al pie de letras de
cambio contra bancas ginovesas. ¿Qué es lo que ha querido decirnos el hombre
que más sabía del hombre de su tiempo? ¿Qué significa que quien sabía que la
locura no es sino la nada, el hueco, lo vacío, afirmara que solamente en la
locura reposa el ser-moral del hombre?
Pero la cosa es muy complicada. Mientras que
Pedro recorre taconeando suave el espacio que conociera el cuerpo del caballero
mutilado, su propio racionalismo mórbido le va envolviendo en sus espirales
sucesivas.
Primera espiral: Existe una moral -una moral
vulgar y comprensible- según la cual es bueno, sensato y razonable el que lee
libros de caballería y admite que estos libros son falsos. El libro de
caballería intenta superponer sobre la realidad otro mundo más bello; pero este
mundo -ay- es falso.
Segunda espiral: Surge, sin embargo, un hombre
que intenta que lo que no puede en realidad ser, a pesar de todo sea. Decide
pues creer. El mal -que sólo era virtual- se hace real con este hombre.
Tercera espiral: Quien así procede -a pesar de
ello- es llamado por sus conciudadanos El Bueno.
Cuarta espiral: La creencia en la
realidad de un mundo bueno no le impide seguir percibiendo la constante maldad
del mundo bajo. Sigue sabiendo que este mundo es malo. Su locura (si bien se
mira) sólo consiste en creer en la posibilidad de mejorarlo. Al llegar a este
punto es preciso reír puesto que es tan evidente -aun para el más tonto- que el
mundo no sólo es malo, sino que no puede ser mejorado en un ardite. Riamos
pues.
Quinta espiral: Pero tras la risa, surge la
sospecha de si será suficiente con reír, si no será preciso más bien crucificar
al hombre loco. Porque lo específicamente escandaloso de su locura es que
pretende imponer y hacer real la misma moralidad en que los que de él se ríen
-según afirman- creen. Si alguien dejara de reír por un momento y lo mirara
fijamente pudiera llegar a contagiarse. ¿Será un peligro público?
Sexta espiral: Pero no hay que exagerar. No hay
que llevar esta conjetura hasta sus límites. No debemos olvidar que el loco
precisamente está loco. En ese «hacer loco» a su héroe va embozada
la última palabra del autor. La imposibilidad de realizar la bondad sobre la
tierra no es sino la imposibilidad con que tropieza un pobre loco para
realizarla. Todas las puertas quedan abiertas. Lo que Cervantes está gritando a
voces es que su loco no estaba realmente loco, sino que hacía lo que hacía para
poder reírse del cura y del barbero, ya que si se hubiera reído de ellos sin
haberse mostrado previamente loco, no se lo habrían tolerado y hubieran tomado
sus medidas montando, por ejemplo, su pequeña inquisición local, su pequeño
potro de tormento y su pequeña obra caritativa para el socorro de los pobres de
la parroquia. Y el loco, manifiesto como no-loco, hubiera tenido, en lugar de
jaula de palo, su buena camisa de fuerza de lino reforzado con panoplias y sus
veintidós sesiones de electroshockterapia."
Pero no se sabe quién fue aquel a quien llama
Don Miguel que conociera la calle provinciana, tranquila y limpia. Nunca
dominado por la furiosa locura que, sin embargo, dormitaba en él: sólo la
soñaba y expulsando fantasmas de su cabeza dolorida, evitó acabar siendo el
Mesías. Porque él no quería ser Mesías. Él quería ganar dinero, cobrar
impuestos, casar la hija, conseguir mercedes, amasar y volverse benigno a los
grandes. La historia del loco y todas las otras historias admirables no fueron
nada esencial para él sino fatiga divertida, muñequitos pintarrajeados, hijos
espurios que tuvo que ir echando al mundo par precisamente (y ésta es la última
verdad) al no ganar dinero, al no cobrar sus débitos, al malcasar la hija, al
no lograr mercedes, al ser despreciado y olvidado hasta en las ansias de la
muerte poder no enloquecer.