Seguimos
leyendo el primer capítulo:
En efeto, rematado ya su
juicio vino a dar en el más estraño pensamiento que jamás dio loco en el
mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su
honra como para el servicio de su república, hacerse caballero andante y irse
por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a
ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se
ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio y poniéndose en ocasiones y
peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama.
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Empeñado este narrador en la locura de nuestro personaje nos dice
que decide hacerse caballero andante e irse a buscar las aventuras para deshacer agravios y cobrar nombre
y fama. La aventura, no es más ni
menos, que “lo que ha de venir”. Lo que quiere hacer (desagraviar al agraviado
y ganar fama) no es cosa de locos, sino de cuerdos. Todos podríamos
quererlo. Todos querríamos hacerlo. Nada raro. Pero para ser caballero andante se
necesitan algunos requisitos:
ü
Tener armas de caballero,
ü
Tener caballo,
ü
Tener un nombre y
ü
Tener una dama
Leamos cómo construye su personaje, pues él no se cree caballero
andante, sino que necesita tiempo, no poco tiempo, en construir la realidad que
desea. Así, lo primero son las armas:
Y lo primero
que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus bisabuelos, que,
tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y
olvidadas en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor que pudo; pero vio
que tenían una gran falta, y era que no tenían celada de encaje, sino morrión
simple; mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de
media celada que, encajada con el morrión, hacían una apariencia de celada
entera. Es verdad que, para probar si era fuerte y podía estar al riesgo de
una cuchillada, sacó su espada y le dio dos golpes, y con el primero y en un
punto deshizo lo que había hecho en una semana; y no dejó de parecerle mal la
facilidad con que la había hecho pedazos, y, por asegurarse deste peligro, la
tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de dentro, de
tal manera, que él quedó satisfecho de su fortaleza y, sin querer hacer nueva
experiencia della, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje.
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Acude al doblao de la casa y toma las armas que sí fueron de la
caballería, las armas que fueron de sus abuelos y las prepara, las limpia. Para que puedan servir en este
nuevo tiempo. Ya ven, este es hidalgo de pueblo, cuyos derechos se reducían a
estar exentos de la mayoría de los impuestos y de cargas como alojar y
avituallar a las tropas de paso. Y, además sólo tiene mermadas propiedades
(hanegas de tierra, cuatro cepas y dos yugadas, cuatro o cinco pollinos, tres
yeguas) que le permiten vivir sin lujos ni demasiadas estrecheces.
Desde la época de Felipe II la función militar que en la Edad Media
había correspondido a la caballería estaba ahora en manos de los ejércitos
profesionales. Los hidalgos rurales, se abrieron a veces camino enrolándose en
los nuevos ejércitos, pasando a las Indias o cursando estudios en la
universidad. O la corte, o la milicia, o el mar, o la iglesia. Esos eran los
únicos caminos posibles para ellos.
Pero Alonso Quijano, o Quesada, o Quijada, no pudo hacer nada de
eso, posiblemente se tuvo que hacer cargo por razones que no vienen al caso
(una muerte en un parto era tan frecuente) de una sobrina huérfana, cuyo padre
también pereció joven Y él allí, en su lugar de la Mancha, sin poder vivir una
vida que añoraba. Por eso esas lecturas. Por nostalgia. Los nobles sentían la
nostalgia de las glorias guerreras y los esplendores caballerescos del otoño de
la Edad Media, la edad de oro de sus mayores. En la corte y en las ciudades,
una buena parte del tiempo se les iba en entretenimientos que remedaban los
modos y costumbres de la caballería medieval: además de la caza, torneos y
pasos de armas, juegos de cañas y sortijas, entradas, saraos... Los libros de
caballerías se contaban entre sus lecturas preferidas (I, 49) porque
alimentaban esa nostalgia. Recuerde que luego, más adelante, don Quijote se
proponía participar en las «famosas justas» que organizaba regularmente en
Zaragoza la más notoria de las maestranzas y hermandades caballerescas, la
cofradía de San Jorge (I, 52 y II, 4): allí, o en otras competiciones y festejos
similares, podía haber entrado en liza, como muchos lo hicieron, disfrazado
tras el nombre y las armas de «Palamedes», «Branforte» o el «Caballero del
Fénix». Pero en una región como la Mancha, donde solo una mínima parte de la
población era hidalga —al revés que en el norte de la Península—, y en la
soledad de su «lugar» no había ocasión para tales escapes imaginativos.
Limpió, decimos, sus armas, pero “vio que tenían una gran falta, y era que no tenían celada de encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de media celada que, encajada con el morrión, hacían una apariencia de celada entera”. Ya ven con cartones hizo una celada de papelón.
Y al probarla con su espada, ésta sí que debía ser verdaderamente suya, comprobó qué fácilmente le había sido romperla; por eso volvió a hacerla de nuevo, y reforzó los cartones con unos alambres. Pero, consciente de la realidad, no la volvió a probar. Él sabe perfectamente la realidad. Sabe que aquella no es verdadera celada, y por eso no la prueba. Como el niño que tenía una espada de madera, que jugando a ser pirata con pata de palo, con cara de malo, con parche en el ojo, golpea sin fuerza su espada sabedor de que se puede romper. Conoce la realidad. Juega a ser pirata, pero sabe y conoce la realidad. Más de dos semanas en todo ello.
El loco, desde el minuto primero, se sabe otro (“Soy Napoleón”). Él no. Él dedica tiempo a sus elaboraciones, consciente de la realidad: “Quiero ser caballero andante”. Él no es otro, se quiere hacer otro, se quiere hacer alguien distinto de quien es, hacerse otro, ajeno al que es, quiere enajenarse. Salir de sí para vivir otras vidas. Como queremos todos, dejar de vivir nuestras vidas grises y vivir otras, las vidas de los otros. Por eso leemos. Pero a veces leer es poco. Queremos ser de verdad otros distintos. Aunque, cuando la vida se acaba, a veces es demasiado tarde.
Siempre que pienso en esta idea me acuerdo de la canción de Joaquín Sabina:
No soy un fulano con la lágrima fácil,
de esos que se quejan solo por vicio.
si la vida se deja yo le meto mano.
y si no aún me excita mi oficio,
y como además sale gratis soñar,
y no creo en la reencarnación,
con un poco de imaginación
partiré de viaje enseguida,
a vivir otras vidas,
a probarme otros nombres,
a colarme en el traje y la piel
de todos los hombres
que nunca seré:
Al Capone en Chicago,
legionario en Melilla,
pintor en Mont Parnesse,
mercader en Damasco,
costalero en Sevilla,
negro en Nueva Orleans,
viejo verde en Sodoma,
deportado en Siberia,
sultán en un harén,
¿policía?: ni en broma,
triunfador de la feria,
gitanito en Jeréz,
tahúr en Montecarlo,
cigarrillo en tu boca,
taxista en Nueva York.
El más chulo del barrio,
Tiro porque me toca,
suspenso en religión,
Confesor de la reina,
banderillero en Cádiz,
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tabernero en Dublín.
Comunista en Las Vegas,
ahogado en el Titanic.
Flautista en Hamelín.
Billarista a tres bandas,
insumiso en el cielo,
dueño de un cabaret.
Arañazo en tu espalda,
tenor en Rigoletto,
pianista de un burdel.
Bongosero en La Habana,
Casanova en Venecia,
anciano en Shangri La,
polizón en tu cama,
vocalista de orquesta,
mejor tiempo en Le Mans.
Cronista de sucesos,
detective en apuros,
conservado en alcohol.
Violador en tus sueños.
Suicida en el viaducto,
tío guapo en un culebrón,
morfinómano en China,
desertor en la guerra,
boxeador en Detroid.
Cazador en la India,
marinero en Marsella,
fotógrafo de Play Boy.
Pero si me dan a elegir
entre todas las vidas
yo escojo
la del pirata cojo con pata de palo,
con parche en el ojo,
con cara de malo,
el viejo truhán, capitán
de un barco que tuviera por bandera
un par de tibias y una calavera.
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Vamos a escuchar la canción:
Ser otro, pero ser otro que
ya no se puede ser.
En segundo lugar, en esa tarea de construir su personaje, necesitará
un famoso caballo. Y acude, de nuevo a la realidad, a lo que él tiene, a su
rocín:
Fue luego a ver su rocín, y aunque tenía más cuartos que un real y
más tachas que el caballo de Gonela, que «tantum pellis et ossa fuit», le
pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid con él se
igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría porque
—según se decía él a sí mesmo— no era razón que caballo de caballero tan
famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin nombre conocido; y ansí
procuraba acomodársele, de manera que declarase quién había sido antes que
fuese de caballero andante y lo que era entonces; pues estaba muy puesto en
razón que, mudando su señor estado, mudase él también el nombre, y le cobrase
famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio
que ya profesaba; y así, después de muchos nombres que formó, borró y quitó,
añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a
llamar «Rocinante», nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo de lo
que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y
primero de todos los rocines del mundo.
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El proceso es aún más complicado. Toma la realidad, ante sus
ojos, el ROCÍN, y durante cuatro días después de muchos nombres que formó,
borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al
fin le vino a llamar «Rocinante». Nada es irreflexivo. Todo minucioso, con
cuidado, construyendo una imaginación, teniendo en cuenta la realidad. ¿Cómo
llamamos a los que son conscientes de la realidad: cuerdos o locos?
Siguiendo el mismo procedimiento, partir de la realidad, llega a la
fantasía con su propio nombre:
Puesto nombre, y tan a su
gusto, a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento duró
otros ocho días, y al cabo se vino a llamar «don Quijote»; de donde, como
queda dicho, tomaron ocasión los autores desta tan verdadera historia que sin
duda se debía de llamar «Quijada» , y no «Quesada», como otros quisieron
decir. Pero acordándose que el valeroso Amadís no sólo se había contentado
con llamarse «Amadís» a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria,
por hacerla famosa, y se llamó «Amadís de Gaula», así quiso, como buen
caballero, añadir al suyo el nombre de la suya y llamarse «don Quijote de la
Mancha», con que a su parecer declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la
honraba con tomar el sobrenombre della.
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Se trata de una IMITACIÓN. Y el modelo más frecuente es el Amadís de Gaula. Pero a diferencia éste
se va a llamar don Quijote, para así
no olvidar nunca su propia realidad, su identidad (Quijada se debió llamar), y como Lanzarote terminará su nombre. Pero la patria no será un país
desconocido, como el de Amadís, Gaula, sino, otra vez su propia
realidad: ¿Es consciente de ella? ¿Es loco?.
Sólo le falta una dama:
Limpias, pues, sus armas,
hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín y confirmándose a sí
mismo, se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de
quien enamorarse, porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas
y sin fruto y cuerpo sin alma. Decíase él:
—Si yo, por malos de mis
pecados, o por mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante, como
de ordinario les acontece a los caballeros andantes, y le derribo de un
encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o, finalmente, le venzo y le
rindo, ¿no será bien tener a quien enviarle presentado, y que entre y se
hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde y rendida:
«Yo, señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a
quien venció en singular batalla el jamás como se debe alabado caballero don
Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me presentase ante la vuestra
merced, para que la vuestra grandeza disponga de mí a su talante»?
¡Oh, cómo se holgó nuestro buen
caballero cuando hubo hecho este discurso, y más cuando halló a quien dar
nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo
había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo
enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo ni le dio cata
dello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a esta le pareció ser bien darle título
de señora de sus pensamientos; y, buscándole nombre que no desdijese mucho
del suyo y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a
llamarla «Dulcinea del Toboso» porque era natural del Toboso: nombre, a su parecer,
músico y peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus
cosas había puesto.
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“¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero cuando hubo hecho este
discurso”, dice el narrador, que ya llama sin serlo, caballero al hidalgo al
que también llamó loco. ¡Y tanto! Es para holgarse, pues qué bien conoce cómo
funcionan las novelas de caballerías, y así las podrá imitar mejor.
Parece que, dice el
narrador, que el hidalgo anduvo
enamorado de una moza vecina, aunque ni él dijo nunca nada ni ella se dio por
enterada. Parece que fue un tímido. Es posible.
La princesa de la que enamorarse -su dulce señora- sería una moza labradora, de muy buen
parecer, que se llamaba Aldonza Lorenzo.
Luego sabremos que era hija de Lorenzo
Corchuelo y de Aldonza Nogales. Lo que sí sabemos es que habría de ser
dulce Por eso se llamará Dulcinea.
¿Qué hay en común entre Dulcinea y Aldonza:
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Z
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A
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Efectivamente, la realidad de su dama, que como requisito
imaginativo tiene que tener la cualidad de ser dulce, se forma desde la propia
realidad fonética de Aldonza. Y para
más asegurar la realidad, de concede la patria de ser de El Toboso, su lugar cercano al suyo.
Ya ha construido el personaje, y lo ha hecho sin alejarse un punto
de la realidad.