Marcos Ordóñez, ahora, nos presenta cómo sería
un día en la cabeza del dramaturgo inglés:
Shakespeare por un día
Lo que Shakespeare pensaba, creía y sentía vas
a encontrarlo en la suma de sus obras
Borges escribió
un cuento crepuscular donde un hombre hereda la memoria de Shakespeare “y es como si le ofrecieran el mar”. Se me ocurre, con
todo respeto, una variante de pasado mañana: un mago cibernético, al que presto
la cara benévola de Ray Bradbury,
inventa una máquina del tiempo y, entre incontables opciones, ofrece ser Shakespeare por un día. Viajar por un
día al interior de su cabeza y ver cómo funciona. Encasquetarte sus ojos, sus
orejas, su imaginación siempre alerta. Ver todo lo que ve, todo lo que olfatea,
todo lo que selecciona y atesora. En La
cualidad de la misericordia, de Peter Brook, hay un precioso pasaje en el que el joven Will llega a Londres, camina por las
ruidosas y animadas calles y devora todo lo que hay a su alrededor. Brook imagina a Shakespeare atrapando “relatos de viajantes, rumores de intrigas
palaciegas, disputas religiosas, elegantes réplicas mordaces, obscenidades
violentas”. Y añade algo tan obvio como esencial: “Un poeta absorbe todo lo que
experimenta, pero solo un genio sabe destilarlo y relacionar impresiones
absolutamente distintas y contradictorias”.
Exacto: lo que yo quiero es ver cómo se ponía en marcha esa esponja
absoluta, pero no acabo de decidirme, porque el mago cibernético despliega un
catálogo muy variado. La llegada de Shakespeare
a Londres abre un ramillete de grandes fulguraciones. Ahí está también el día
en que se abismó sobre la Crónica
de Holinshed, que será su gran
fuente de historias. O la tarde en que escuchó la encendida perorata de un
borracho donde reconocemos un párrafo que heredará el futuro Falstaff. O este momentazo (un poco más
caro, porque hay mucho travelling): Will
camina por Shoreditch, deja atrás leproserías, burdeles y patíbulos, y entra,
como imantado, en el teatro del viejo Burbage, aquel imponente edificio
poligonal, enyesado en blanco y negro, con tres galerías, patio cubierto y
techumbre de tejas, sede de la compañía de los Lord Chamberlain’s Men, y decide que ellos serán su familia.
Puedo viajar también al día en que rompió a escribir la primera parte de Enrique
VI. Cuando toma posesión, por así decirlo, del pentámetro
yámbico, hasta entonces casi una fórmula alquímica, y la hace resonar como
nunca había resonado antes, ni con Marlowe,
y podemos ver de qué modo los versos le marcan ya al actor, sin indicaciones,
cómo ha de respirarlos: dónde están las pausas, dónde los galopes. ¡Ah, poder
atrapar el instante originario en que ese verbo poético, como señalan los
detectives Pérez y Balló en El mundo, un escenario, “construye la imagen en el
oyente, y se hace visión aunque no llegue a visualizarse”. O cuando brota esa
conciencia, nunca plasmada hasta entonces, que “habla mientras piensa y se
escucha a sí misma”, y echa a andar, y se llama Hamlet, como el hijo muerto.
Por supuesto que me gustaría verle escribiendo, líneas y líneas como sangre
negra y fresca, pero Shakespeare
exige algo más teatral.
El mago abre entonces la segunda baraja y sugiere asistir a la noche en que
Will, entre jarras de cerveza, cuenta
a su band of brothers lo que parece ser el plan, todavía titubeante, de
su próxima obra. Ver cómo trocea y rearma el material de Holinshed, y lo hace crecer hacia lo alto para que vuele, y lo
hinca en el suelo para que el público lo reconozca y lo haga suyo; verle trazar
saltos de tiempo y espacio, dibujar en voz alta y apasionada páramos del norte,
grandes batallas, la antigua Roma, bosques habitados por la magia. O, ya
metidos en harina teatral, ¿quién no querría viajar al Globe la gloriosa mañana
en que subió por primera vez a las tablas y les dijo “Que la acción responda a
la palabra y la palabra a la acción, poniendo especial cuidado en no traspasar
los límites de la sencillez de la naturaleza”.
Habría lógico overbooking para vivir su primer revolcón con la Dama Oscura o con el igualmente
innominado joven de los sonetos, pero tampoco faltaría pasaje para verificar si
el poemario era un juego de voces líricas, hijo exclusivo de su imaginación. Y
habría un viaje último a la primavera de 1616 para tratar de desvelar, en
palabras de Borges, el “árido testamento,
del que deliberadamente excluyó todo rasgo patético o literario”.
Queda, por supuesto, el gran misterio, el definitivo: aprehender el
pensamiento de aquel hombre que “a semejanza del egipcio Proteo pudo agotar todas las apariencias del ser”. Y como has
pagado por varios viajes, el mago te susurra al oído que no gastes más, que lo
que Shakespeare pensaba, creía y
sentía vas a encontrarlo en la suma de sus obras, y que no entender eso es no
entender la naturaleza de todo dramaturgo.