En El País, Francisco Rico nos vuelve a ayudar a
leer el Quijote:
Un libro divertido y sencillo
El éxito editorial del Quijote no tiene parangón en la
historia de las letras europeas. La colección canónica del teatro de Shakespeare, el First Folio de 1623, se reimprime nueve años después y no
reaparece hasta 1663; en el ínterin, tampoco se publican sino tres obras
sueltas, contempladas ya como antiguallas del “old Shakespeare”. En todo el siglo XVII, el escritor ‘nacional’, el
poeta italiano por excelencia, es todavía Petrarca,
y la Commedia
dantesca se asoma a las prensas sólo tres veces.
El Quijote
no ha conocido eclipses similares. En sus dos primeros decenios rozó la
veintena de ediciones; entre 1625 y 1635 sufrió en Castilla el veto general de
estampar novelas y comedias, pero siguió viendo la luz en las traducciones, y
desde entonces apenas ha pasado año sin ser impreso, una o muchas veces, en
español o en otras lenguas y sin que su valoración dejara de caminar in
crescendo. Si Lope de Vega lo
juzgaba indigno de merecer unos versos de elogio, con el tiempo se ha vuelto
común, casi trivial, otorgarle la etiqueta que Cervantes asignó a otra novela española: “el mejor libro del
mundo”. Así lo saludan ya en nuestro milenio encuestas de The New York Times y El País,
el Club del Libro noruego o The
Guardian, avalados por escritores y críticos del máximo
prestigio.
Cuál es la clave de tan buena estrella no creo que nadie pueda averiguarlo
con certeza. El aprecio para una obra de ficción lo consigue el autor con
procedimientos literarios, pero la regla general es que el lector no lo conceda
por razones literarias, sino, digamos, humanas, del mismo género de las que lo
mueven a estimar otras realidades no literarias. Quizá va por ahí la pista más
segura para explicar la fortuna universal del Quijote: la fascinación que produce la figura del
protagonista (con la silueta de Cervantes al trasluz), siempre radicalmente
inverosímil y absolutamente natural. Según la temprana descripción de Guillén de Castro, el héroe despierta
inevitable e inseparablemente “lástima y amistad”. El caballero andante loco, desaforado, grotesco, y el Alonso Quijano lúcido, sensato e
irreprochable, suscitan idéntica simpatía, y el deleite que provoca la novela
consiste notablemente en el ir y venir del uno al otro, entre las acciones
nacidas de la locura y las palabras inspiradas por la lucidez. Otro tanto
cabría decir de Sancho, y también
glosarlo indefinidamente.
El Quijote es
muchas cosas, que cada época ha valorado en diversa medida. El lector moderno
tal vez se impacienta con la novelita pastoral de Cardenio, pero no otro fue el episodio que Shakespeare se complació en escenificar en un drama ¿perdido? No
obstante, por encima de contener todas las posibilidades de la futura
narrativa, es en primer término una historia cómica, un libro que siempre se ha
juzgado enormemente divertido. No faltan la ironía y el gracejo apacible, pero
no nos engañemos: el suyo es principalmente un humor de sal gruesa, de slapstick,
bromas pesadas, garrotazo y tente tieso. En tal elementalidad, como de dibujos
animados, radica considerablemente la excepcional acogida que se le ha dado a
lo largo de cuatro siglos. Vale la pena recordar, con el gran Leo Spitzer, que “en Europa Don Quijote es ante todo un
libro para niños”.
En línea con esa comicidad primaria está la evidencia de que la novela “es
tan clara, que no hay cosa que dificultar en ella”, nada que no se comprenda en
seguida: “los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y
los viejos la celebran” (II, 3). El testimonio de Sansón Carrasco parece convincente: si la obra de Cervantes ha sido “tan trillada y tan
leída y tan sabida de todo género de gentes”, tiene que ser muy transparente y
muy sencilla. En la acción, ni raras enseñanzas ni mensajes trascendentes. Las
moralejas y las disquisiciones teóricas son uniformemente las de un sentido
común que nadie en sus cabales puede rechazar y a nadie disgustar.
Et pourtant... Sin embargo, en ningún otro libro se ha hallado, como
apuntaba Ortega, “tan grande poder
de alusiones simbólicas al sentido de la vida”. Conviene aquí tener presente
que el Quijote es un texto y es un mito, independiente del texto, no
sujeto a él, y que hoy resulta casi imposible abordarlo sin falsillas previas.
Las más pertinaces las fijó el romanticismo alemán: el tema de la obra, definía
Schelling, es “la lucha de lo real
con lo ideal”. ¿Por qué no? A mí me gusta lucubrar que el Quijote
ilustra en grado soberano un aspecto esencial de la condición humana: vivir
contándonos a todo propósito historias sobre nosotros mismos que se enfrentan
con las limitaciones y condicionamientos de las circunstancias. Refútelo quien
quiera. Porque, como fuere, la invitación a ir más allá de la letra, y aun a
postergarla, forma parte de la grandeza y la vigencia del Quijote.