Antonio Muñoz Molina escribe habitualmente su columna de El
País en el suplemento cultural Babelia. Como estamos estudiando la obra de Cervantes leemos sus palabras en esta entrada
IDA Y VUELTA
Con la piedra en la mano
El Viaje del Parnaso
es una obra rara y tardía de Cervantes,
un poema de varios miles de versos en tercetos encadenados que probablemente no
tiene más lectores que algunos especialistas. Los versos, como casi siempre en Cervantes, son de calidad muy desigual,
aunque algunos de ellos resplandecen aisladamente. La abundancia de referencias
mitológicas y de elogios más bien formularios a docenas de poetas a los que ya
no conoce nadie contribuyen a la aridez de la lectura. Pero el Viaje
del Parnaso contiene, dispersa y en monótona extensión, algo muy
parecido a una confesión íntima, desgarrada y amarga y también traspasada de un
fiero orgullo herido. Publicado en sus años finales, en su vejez de estrecheces
sin gloria, el poema es una sátira en clave del mundo literario en aquel Madrid
pobretón donde un escritor dependía para su supervivencia del favor de algún
noble despótico o —si tenía suerte, como Lope
de Vega— de halagar con comedias atropelladas al público bronco de los
corrales de comedias.
La estrechez de las expectativas venía agravada por la penuria general y
por la sofocante ortodoxia del catolicismo, todo espesado por la obsesión de la
limpieza de sangre, que subordinaba cualquier mérito a la demostración de una
genealogía no manchada por conexiones musulmanas o hebreas. A Cervantes el éxito ya internacional del
primer Quijote le había
deparado algunas satisfacciones, más profundas quizás de lo que él mismo
confesaba, pero muy poco beneficio económico, y aún menos prestigio literario:
era una obra cómica, tan nueva que no se la podía asignar a ninguno de los
géneros aceptados entonces, una parodia que desataba la risa pero no la
admiración, la clase de admiración respetuosa a la que un escritor aspiraba, la
que se conseguía sobre todo con un gran poema épico o una narración histórica
de tema heroico o religioso y formato clásico.
Biógrafos recientes, como Jorge
García López, advierten del peligro de atribuir a Cervantes una vida más amarga de la que en realidad tuvo, de
glorificarlo con un fracaso que sería la prueba romántica de una grandeza
incomprendida en su tiempo. El Viaje
del Parnaso, desde luego, no puede leerse como una abierta
confesión, que además sería un anacronismo. Pero entre sus miles de versos con
frecuencia pedestres hay ocasiones en las que escuchamos de pronto una voz
verdadera, que es la de un escritor que se ha hecho viejo sin lograr ni una
parte del reconocimiento que sabe que merece, y al que su grandeza de espíritu
no libra del resentimiento: “Despechado, colérico, marchito”. En este Viaje que va adquiriendo una luz
de mal sueño, Cervantes se compara,
con una mezcla de sentido de la justicia e inevitable mezquindad, a otros
escritores más conocidos y mejor situados. Acepta la necesidad del disimulo y
hasta del halago insincero.
Vindica parcialmente, con algo de escepticismo, su propia obra poética y se
enorgullece todavía de los olvidados éxitos teatrales que tuvo en su juventud,
antes de que el terremoto comercial de las comedias de Lope lo cambiara todo. “Yo socarrón, yo poetón ya viejo”, dice, y
nos lo imaginamos subiendo despacio las cuestas de tierra apisonada de Madrid,
midiendo versos y atreviéndose a declarar él mismo el mérito que otros no
celebran: “Nunca me contenté ni satisfice / de hipócritos melindres.
Llanamente / quise alabanzas de lo que bien hice”.
Pero el episodio más triste de todo el poema —triste y humorístico, a la
manera cervantina— viene en el momento en el que la gran caterva de los poetas
que han navegado hacia el Parnaso se
sientan alrededor de Apolo. En el
barullo cortesano por ocupar un asiento, solo Cervantes, por lentitud o falta de reflejos, se queda sin él:
“Quedéme en pie, pues no hay asiento bueno / si el favor no lo labra, o la
riqueza”. El dios de la poesía y la música le dice con magnanimidad que doble
su capa y se siente sobre ella. Y entonces el poetón viejo confiesa su
indigencia: “Bien parece señor, que no se advierte / le respondí, que yo
no tengo capa”.
La primera edición cuidada del Quijote se publicó en el siglo XVIII
en Inglaterra, no en España: su primera biografía se escribió entonces, por
encargo de un aristócrata inglés. En Inglaterra la tumba de Cervantes estaría en el admirable Poets’ Corner de la abadía de
Westminster. En Francia estaría en el Panteón,
en la cercanía de gente tan libre y tan imaginativa como él, Voltaire, Rousseau, Victor Hugo, Zola. España es un país ingrato para el
saber de cualquier clase y para el ejercicio de las artes, que ha permitido
desde hace siglos que la mayor parte de sus mejores inteligencias, las que no
se malogran, acaben viviendo en el destierro y siendo sepultadas en fosas
comunes o en cementerios extranjeros. El Poets’
Corner español está en el barranco de Víznar. Hasta Alfonso XIII intrigó para que a Pérez Galdós no le dieran el Premio Nobel. Desde su exilio de
México, Luis Cernuda señaló
amargamente el rechazo español hacia cualquier forma de mérito que no tenga que
ver con el origen, el favor o la riqueza: “… el español terrible /
que acecha lo cimero / con su piedra en la mano”.
Durante unos años de finales del siglo pasado, en los tiempos más
estimulantes de la democracia, pareció que ese maleficio empezaba a corregirse:
se ampliaba la educación, se fundaban bibliotecas, escuelas de música,
orquestas, auditorios, se alentaba algo la investigación científica. Ahora
volvemos a toda velocidad a nuestro habitual oscurantismo. La demagogia
política se ceba con un escritor, un músico, un artista que vindique sus
derechos legítimos, casi siempre modestos, mucho más agresivamente que con un
futbolista multimillonario que comete un delito fiscal. La derecha mira con
desprecio todo lo que no produzca un beneficio comercial inmediato. La
izquierda desconfía del mérito como una prueba de elitismo, ignorando la
tradición de esmero y excelencia en el trabajo que siempre formó parte de la
cultura popular. Para unos y otros la cultura se confunde con la ostentación o
con el adoctrinamiento ideológico, casi siempre con una pulsión autoritaria
debajo del igualitarismo. La libertad radical de conciencia, que es la base del
pensamiento crítico y de la creación estética, despierta siempre el recelo de
los comisarios políticos.
El último escarnio es la persecución gubernamental de los escritores
jubilados que cobran una pensión y siguen obteniendo remuneraciones por su
trabajo literario. España tiene menos inspectores de Hacienda que la mayor
parte de los países avanzados, y según todos los indicios el fraude fiscal es
escandaloso, igual que los privilegios de las grandes fortunas sobre las rentas
del trabajo. Pero una parte de los esfuerzos recaudatorios y punitivos del
Gobierno están dedicados a perseguir a escritores que casi siempre reciben
pensiones escasas e ingresos inciertos por conferencias, recitales de poemas,
colaboraciones, derechos de autor. Antonio
Colinas es uno de los nombres mayores de nuestra literatura, pero ellos y
muchos otros están siendo tratados como delincuentes. Quizás a lo que aspiran
estos Gobiernos bárbaros que padecemos, y que llevan tantos años propagando la
ignorancia y la hostilidad hacia el conocimiento, es a que los escritores
vuelvan a quedarse de pie ante los que mandan como sirvientes obsequiosos, o a
sentarse como indigentes en el suelo.