martes, 26 de enero de 2016

EL QUIJOTE 50. SOCARRÓN, POETÓN YA VIEJO

Antonio Muñoz Molina escribe habitualmente su columna de El País en el suplemento cultural Babelia. Como estamos estudiando la obra de Cervantes leemos sus palabras en esta entrada

IDA Y VUELTA
Con la piedra en la mano

El Viaje del Parnaso es una obra rara y tardía de Cervantes, un poema de varios miles de versos en tercetos encadenados que probablemente no tiene más lectores que algunos especialistas. Los versos, como casi siempre en Cervantes, son de calidad muy desigual, aunque algunos de ellos resplandecen aisladamente. La abundancia de referencias mitológicas y de elogios más bien formularios a docenas de poetas a los que ya no conoce nadie contribuyen a la aridez de la lectura. Pero el Viaje del Parnaso contiene, dispersa y en monótona extensión, algo muy parecido a una confesión íntima, desgarrada y amarga y también traspasada de un fiero orgullo herido. Publicado en sus años finales, en su vejez de estrecheces sin gloria, el poema es una sátira en clave del mundo literario en aquel Madrid pobretón donde un escritor dependía para su supervivencia del favor de algún noble despótico o —si tenía suerte, como Lope de Vega— de halagar con comedias atropelladas al público bronco de los corrales de comedias.

La estrechez de las expectativas venía agravada por la penuria general y por la sofocante ortodoxia del catolicismo, todo espesado por la obsesión de la limpieza de sangre, que subordinaba cualquier mérito a la demostración de una genealogía no manchada por conexiones musulmanas o hebreas. A Cervantes el éxito ya internacional del primer Quijote le había deparado algunas satisfacciones, más profundas quizás de lo que él mismo confesaba, pero muy poco beneficio económico, y aún menos prestigio literario: era una obra cómica, tan nueva que no se la podía asignar a ninguno de los géneros aceptados entonces, una parodia que desataba la risa pero no la admiración, la clase de admiración respetuosa a la que un escritor aspiraba, la que se conseguía sobre todo con un gran poema épico o una narración histórica de tema heroico o religioso y formato clásico.

Biógrafos recientes, como Jorge García López, advierten del peligro de atribuir a Cervantes una vida más amarga de la que en realidad tuvo, de glorificarlo con un fracaso que sería la prueba romántica de una grandeza incomprendida en su tiempo. El Viaje del Parnaso, desde luego, no puede leerse como una abierta confesión, que además sería un anacronismo. Pero entre sus miles de versos con frecuencia pedestres hay ocasiones en las que escuchamos de pronto una voz verdadera, que es la de un escritor que se ha hecho viejo sin lograr ni una parte del reconocimiento que sabe que merece, y al que su grandeza de espíritu no libra del resentimiento: “Despechado, colérico, marchito”. En este Viaje que va adquiriendo una luz de mal sueño, Cervantes se compara, con una mezcla de sentido de la justicia e inevitable mezquindad, a otros escritores más conocidos y mejor situados. Acepta la necesidad del disimulo y hasta del halago insincero.

Vindica parcialmente, con algo de escepticismo, su propia obra poética y se enorgullece todavía de los olvidados éxitos teatrales que tuvo en su juventud, antes de que el terremoto comercial de las comedias de Lope lo cambiara todo. “Yo socarrón, yo poetón ya viejo”, dice, y nos lo imaginamos subiendo despacio las cuestas de tierra apisonada de Madrid, midiendo versos y atreviéndose a declarar él mismo el mérito que otros no celebran: “Nunca me contenté ni satisfice / de hipócritos melindres. Llanamente / quise alabanzas de lo que bien hice”.

Pero el episodio más triste de todo el poema —triste y humorístico, a la manera cervantina— viene en el momento en el que la gran caterva de los poetas que han navegado hacia el Parnaso se sientan alrededor de Apolo. En el barullo cortesano por ocupar un asiento, solo Cervantes, por lentitud o falta de reflejos, se queda sin él: “Quedéme en pie, pues no hay asiento bueno / si el favor no lo labra, o la riqueza”. El dios de la poesía y la música le dice con magnanimidad que doble su capa y se siente sobre ella. Y entonces el poetón viejo confiesa su indigencia: “Bien parece señor, que no se advierte / le respondí, que yo no tengo capa”.

La primera edición cuidada del Quijote se publicó en el siglo XVIII en Inglaterra, no en España: su primera biografía se escribió entonces, por encargo de un aristócrata inglés. En Inglaterra la tumba de Cervantes estaría en el admirable Poets’ Corner de la abadía de Westminster. En Francia estaría en el Panteón, en la cercanía de gente tan libre y tan imaginativa como él, Voltaire, Rousseau, Victor Hugo, Zola. España es un país ingrato para el saber de cualquier clase y para el ejercicio de las artes, que ha permitido desde hace siglos que la mayor parte de sus mejores inteligencias, las que no se malogran, acaben viviendo en el destierro y siendo sepultadas en fosas comunes o en cementerios extranjeros. El Poets’ Corner español está en el barranco de Víznar. Hasta Alfonso XIII intrigó para que a Pérez Galdós no le dieran el Premio Nobel. Desde su exilio de México, Luis Cernuda señaló amargamente el rechazo español hacia cualquier forma de mérito que no tenga que ver con el origen, el favor o la riqueza: “… el español terrible / que acecha lo cimero / con su piedra en la mano”.

Durante unos años de finales del siglo pasado, en los tiempos más estimulantes de la democracia, pareció que ese maleficio empezaba a corregirse: se ampliaba la educación, se fundaban bibliotecas, escuelas de música, orquestas, auditorios, se alentaba algo la investigación científica. Ahora volvemos a toda velocidad a nuestro habitual oscurantismo. La demagogia política se ceba con un escritor, un músico, un artista que vindique sus derechos legítimos, casi siempre modestos, mucho más agresivamente que con un futbolista multimillonario que comete un delito fiscal. La derecha mira con desprecio todo lo que no produzca un beneficio comercial inmediato. La izquierda desconfía del mérito como una prueba de elitismo, ignorando la tradición de esmero y excelencia en el trabajo que siempre formó parte de la cultura popular. Para unos y otros la cultura se confunde con la ostentación o con el adoctrinamiento ideológico, casi siempre con una pulsión autoritaria debajo del igualitarismo. La libertad radical de conciencia, que es la base del pensamiento crítico y de la creación estética, despierta siempre el recelo de los comisarios políticos.

El último escarnio es la persecución gubernamental de los escritores jubilados que cobran una pensión y siguen obteniendo remuneraciones por su trabajo literario. España tiene menos inspectores de Hacienda que la mayor parte de los países avanzados, y según todos los indicios el fraude fiscal es escandaloso, igual que los privilegios de las grandes fortunas sobre las rentas del trabajo. Pero una parte de los esfuerzos recaudatorios y punitivos del Gobierno están dedicados a perseguir a escritores que casi siempre reciben pensiones escasas e ingresos inciertos por conferencias, recitales de poemas, colaboraciones, derechos de autor. Antonio Colinas es uno de los nombres mayores de nuestra literatura, pero ellos y muchos otros están siendo tratados como delincuentes. Quizás a lo que aspiran estos Gobiernos bárbaros que padecemos, y que llevan tantos años propagando la ignorancia y la hostilidad hacia el conocimiento, es a que los escritores vuelvan a quedarse de pie ante los que mandan como sirvientes obsequiosos, o a sentarse como indigentes en el suelo.