También Antonio
Muñoz Molina escribe hoy en Babelia
sobre Cervantes:
Cervantes furtivo
En 'Don Quijote' Cervantes
siempre está apareciendo y desapareciendo. Nos mira de frente, como Velázquez en Las meninas
En Don
Quijote Cervantes siempre
está apareciendo y desapareciendo. Se nos presenta en el prólogo de la primera
parte mirándonos de frente, como Velázquez
en Las
meninas, aunque también sin vernos del todo, por encontrarse
absorto en una contemplación interior. Velázquez
tiene en las manos los instrumentos de su oficio, la paleta, el pincel, y se
encuentra en lo que parece un espacioso taller. Cervantes se retrata con los signos del suyo: la pluma, la mesa
donde escribe. El uno y el otro muestran una actitud de suspenso, la pausa
reflexiva en la que todavía no se ha revelado el siguiente paso. Velázquez parece estar viendo de
antemano en la imaginación el cuadro que será Las meninas. Cervantes
no escribe: “… estando en suspenso, con el papel delante, la pluma en la
oreja, el codo en el bufete, y la mano en la mejilla, pensando lo que diría”.
Al copiar la cita me doy cuenta de la
inexactitud de mi recuerdo: Cervantes
no tiene la pluma en la mano, como Velázquez
el pincel, sino en la oreja. Después de tantas lecturas, es la primera vez que
me detengo en ese detalle clave, que desbarata toda la formalidad del retrato
falso que ya no sabemos quitarnos de la cabeza, incapaces de aceptar un espacio
en blanco irremediable: no sabemos cómo era Cervantes. Tenemos que esforzarnos en borrar los bustos de piedra o
de bronce y el cuadro de Juan de
Jáuregui. El escritor no posa para la posteridad: está solo, cansado de
escribir, con la pluma en la oreja, como los carpinteros antiguos se ponían el
lápiz. Y entonces queremos saber también qué hay detrás de esa figura en el
autorretrato, cómo es la habitación, la casa en la que está, si tiene muebles,
si hay una ventana que da a la calle y desde la que se oye un barullo urbano de
1604, si está ordenada o no, si hay polvo, papeles por el suelo, cosas colgadas
en las paredes. Pero más allá de esa figura sentada y de esos pormenores
visuales —la pluma, el codo en el bufete, la mano en la mejilla—, solo hay
oscuridad, o esa penumbra abstracta, esa sugestión de espacio hondo y vacío que
es el fondo de los retratos de Velázquez
o Rembrandt.
Otras apariciones son más fugaces, más
indirectas. El autor es un pasajero furtivo o un polizón en su propia obra.
Surge y se pierde como una sombra por detrás de los personajes inventados. En
la biblioteca de don Quijote hay un
libro suyo, el primero que publicó, el único antes de Don Quijote, La
Galatea, que para entonces, cuando Cervantes escribía ese capítulo, llevaría muchos años olvidado. Del
motivo por el que Alonso Quijano lo
compró o qué opinión tenía de él no sabemos nada. Pero el cura, que es un lector ávido y competente, resulta que conoció al
autor, y hasta asegura que es amigo suyo: “Muchos años ha que es grande amigo
mío ese Cervantes, y sé que es más
versado en desdichas que en versos”.
Pero el escrutinio de los libros continúa. Cervantes es ese nombre que surge al
azar en una conversación y de inmediato desaparece de ella, como su libro
primero y único olvidado al poco tiempo de su publicación, extraviado entre
muchos otros libros, en la sobreabundancia desatada por la imprenta —una de
esas obras primeras que no pasaron de tentativas y que desparecen sin que se
cumpla la promesa que quizás contenían, libros sin dueño en un cajón de
saldos—. En la voz del cura de Cervantes juzga con afecto y distancia
el único testimonio impreso de su tardía juventud: “Tiene algo de buena
invención, propone algo y no cumple nada; es menester esperar a la segunda
parte que promete; quizás con la enmienda alcanzará del todo la misericordia
que ahora se le niega…”.
Hay un grado más de presencia insinuada y
desaparición. En la maleta con libros y papeles donde estaba la novela El curioso impertinente,
el cura, siempre muy alerta a todo lo
que tenga que ver con la palabra escrita, encuentra lo que parece ser otra
historia, pero solo se fija en el título. Es Rinconete y Cortadillo.
El que la copiara a mano no se molestó en anotar también el nombre del autor.
La novela se ha difundido manuscrita y anónimamente. El ventero dice que un
viajero del que no parece recordar nada olvidó la maleta al marcharse. Es de
nuevo una sombra, Cervantes, el
recaudador que anda por las ventas y los caminos, el que aprovecha tiempos de
ocio o de espera para inventar, para escribir historias que quizás no lleguen a
imprimirse, pero que alguien copiará y alguien leerá en voz alta para el recreo
de un auditorio de analfabetos.
La próxima vez que aparece Cervantes es en primera persona, y
ahora calla su nombre: es él mismo, que se encuentra en la alcaná de Toledo,
entre un barullo que imaginamos como de zoco musulmán, aunque no explica qué
hace allí. Ha leído el manuscrito de las primeras aventuras de don Quijote y se siente frustrado porque
la historia terminaba con brusquedad en un punto álgido. En una tienda de la
alcaná descubre los cartapacios en árabe que contienen el manuscrito de Cide Hamete Benengeli y contrata a un
morisco para que se los traduzca, y hasta lo aloja en su casa, por pura
impaciencia de seguir leyendo, este narrador sin nombre ni oficio conocido del
que solo conocemos su amor fanático por la lectura, porque le gusta leer hasta
“los papeles rotos de las calles”.
La aparición más elocuente es la más
sigilosa, una impostura más en esta novela de gente disfrazada que finge ser lo
que no es. Cervantes es el canónigo de Toledo que alcanza a los
viajeros hacia el final de la primera parte con su cabalgadura más rápida, el
que dialoga tan extensamente y con tanta claridad con el cura y expresa sin ningún disimulo sus preferencias y sus fobias
literarias: Cervantes es el
novelista y es el teórico de la literatura, y al mezclarse con sus personajes
inventados se contamina de su hermosa ficción y les transmite a ellos a cambio
su propia humanidad cordial, castigada, furtiva.