sábado, 16 de abril de 2016

CERVANTES, CON LA PLUMA EN LA OREJA

También Antonio Muñoz Molina escribe hoy en Babelia sobre Cervantes:

Cervantes furtivo

En 'Don Quijote' Cervantes siempre está apareciendo y desapareciendo. Nos mira de frente, como Velázquez en Las meninas

En Don Quijote Cervantes siempre está apareciendo y desapareciendo. Se nos presenta en el prólogo de la primera parte mirándonos de frente, como Velázquez en Las meninas, aunque también sin vernos del todo, por encontrarse absorto en una contemplación interior. Velázquez tiene en las manos los instrumentos de su oficio, la paleta, el pincel, y se encuentra en lo que parece un espacioso taller. Cervantes se retrata con los signos del suyo: la pluma, la mesa donde escribe. El uno y el otro muestran una actitud de suspenso, la pausa reflexiva en la que todavía no se ha revelado el siguiente paso. Velázquez parece estar viendo de antemano en la imaginación el cuadro que será Las meninas. Cervantes no escribe: “… estando en suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete, y la mano en la mejilla, pensando lo que diría”.

Al copiar la cita me doy cuenta de la inexactitud de mi recuerdo: Cervantes no tiene la pluma en la mano, como Velázquez el pincel, sino en la oreja. Después de tantas lecturas, es la primera vez que me detengo en ese detalle clave, que desbarata toda la formalidad del retrato falso que ya no sabemos quitarnos de la cabeza, incapaces de aceptar un espacio en blanco irremediable: no sabemos cómo era Cervantes. Tenemos que esforzarnos en borrar los bustos de piedra o de bronce y el cuadro de Juan de Jáuregui. El escritor no posa para la posteridad: está solo, cansado de escribir, con la pluma en la oreja, como los carpinteros antiguos se ponían el lápiz. Y entonces queremos saber también qué hay detrás de esa figura en el autorretrato, cómo es la habitación, la casa en la que está, si tiene muebles, si hay una ventana que da a la calle y desde la que se oye un barullo urbano de 1604, si está ordenada o no, si hay polvo, papeles por el suelo, cosas colgadas en las paredes. Pero más allá de esa figura sentada y de esos pormenores visuales —la pluma, el codo en el bufete, la mano en la mejilla—, solo hay oscuridad, o esa penumbra abstracta, esa sugestión de espacio hondo y vacío que es el fondo de los retratos de Velázquez o Rembrandt.

Otras apariciones son más fugaces, más indirectas. El autor es un pasajero furtivo o un polizón en su propia obra. Surge y se pierde como una sombra por detrás de los personajes inventados. En la biblioteca de don Quijote hay un libro suyo, el primero que publicó, el único antes de Don Quijote, La Galatea, que para entonces, cuando Cervantes escribía ese capítulo, llevaría muchos años olvidado. Del motivo por el que Alonso Quijano lo compró o qué opinión tenía de él no sabemos nada. Pero el cura, que es un lector ávido y competente, resulta que conoció al autor, y hasta asegura que es amigo suyo: “Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos”.

Pero el escrutinio de los libros continúa. Cervantes es ese nombre que surge al azar en una conversación y de inmediato desaparece de ella, como su libro primero y único olvidado al poco tiempo de su publicación, extraviado entre muchos otros libros, en la sobreabundancia desatada por la imprenta —una de esas obras primeras que no pasaron de tentativas y que desparecen sin que se cumpla la promesa que quizás contenían, libros sin dueño en un cajón de saldos—. En la voz del cura de Cervantes juzga con afecto y distancia el único testimonio impreso de su tardía juventud: “Tiene algo de buena invención, propone algo y no cumple nada; es menester esperar a la segunda parte que promete; quizás con la enmienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega…”.

Hay un grado más de presencia insinuada y desaparición. En la maleta con libros y papeles donde estaba la novela El curioso impertinente, el cura, siempre muy alerta a todo lo que tenga que ver con la palabra escrita, encuentra lo que parece ser otra historia, pero solo se fija en el título. Es Rinconete y Cortadillo. El que la copiara a mano no se molestó en anotar también el nombre del autor. La novela se ha difundido manuscrita y anónimamente. El ventero dice que un viajero del que no parece recordar nada olvidó la maleta al marcharse. Es de nuevo una sombra, Cervantes, el recaudador que anda por las ventas y los caminos, el que aprovecha tiempos de ocio o de espera para inventar, para escribir historias que quizás no lleguen a imprimirse, pero que alguien copiará y alguien leerá en voz alta para el recreo de un auditorio de analfabetos.

La próxima vez que aparece Cervantes es en primera persona, y ahora calla su nombre: es él mismo, que se encuentra en la alcaná de Toledo, entre un barullo que imaginamos como de zoco musulmán, aunque no explica qué hace allí. Ha leído el manuscrito de las primeras aventuras de don Quijote y se siente frustrado porque la historia terminaba con brusquedad en un punto álgido. En una tienda de la alcaná descubre los cartapacios en árabe que contienen el manuscrito de Cide Hamete Benengeli y contrata a un morisco para que se los traduzca, y hasta lo aloja en su casa, por pura impaciencia de seguir leyendo, este narrador sin nombre ni oficio conocido del que solo conocemos su amor fanático por la lectura, porque le gusta leer hasta “los papeles rotos de las calles”.


La aparición más elocuente es la más sigilosa, una impostura más en esta novela de gente disfrazada que finge ser lo que no es. Cervantes es el canónigo de Toledo que alcanza a los viajeros hacia el final de la primera parte con su cabalgadura más rápida, el que dialoga tan extensamente y con tanta claridad con el cura y expresa sin ningún disimulo sus preferencias y sus fobias literarias: Cervantes es el novelista y es el teórico de la literatura, y al mezclarse con sus personajes inventados se contamina de su hermosa ficción y les transmite a ellos a cambio su propia humanidad cordial, castigada, furtiva.