Francisco Rico escribe también sobre el
alcalaíno. Leemos:
‘Don Quijote’, es decir, la historia de la novela
El libro
y su protagonista ilustran en grado supremo la dimensión narrativa de la vida
provocando a un tiempo la risa y la adhesión con la tranquilizadora distancia
de la ficción
Se ha dicho que toda filosofía es una nota
a pie de página de Platón. Puede decirse que toda ficción en prosa es una
variación sobre “el tema de El Quijote”. Es muy cierto el juicio
de Lionel Trilling, y en parte se
entiende porque ‘el tema de El Quijote’ tiene mucho que ver con las raíces mismas de la
ficción como dimensión constitutiva del ser humano y como sustancia primordial
de toda literatura.
La más difundida de todas las
interpretaciones de El Quijote,
hasta el punto de convertirse en la explicación estándar que en principio viene
acompañando durante dos siglos a quien se dispone a leerlo por primera vez, la
dio el romanticismo alemán: en palabras de Schelling,
el tema de la obra es “das Reale im Kampf mit dem Idealem”, ‘la lucha de
lo real con lo ideal’. Hay un fondo indudable de verdad en esa interpretación,
pero si hubiera que proponer un núcleo último de significación, una
significación a todas luces no buscada por Cervantes
y sin embargo admisible sin la menor violencia, yo personalmente me atrevería a
razonar que don Quijote ilustra en
grado superlativo un rasgo fundamental de la condición humana.
Vivir, en efecto, es contar, ir contándonos
historias. La más modesta acción cotidiana, no digamos si crucial, supone
imaginar una narración en que nos corresponde el papel de protagonistas,
ponerla a prueba frente a los condicionamientos de las circunstancias, para
volvérnosla luego a contar dentro de una trama más compleja, mejor
estructurada. Don Quijote y El Quijote ilustran en grado
supremo, digo, esa dimensión constitutivamente narrativa de la vida, y la
ilustran provocándonos a un tiempo la risa y la adhesión, llevándonos a
contemplarlos con la cercanía de nuestros propios relatos, pero con la
tranquilizadora distancia de la ficción.
Ese trasfondo universal, esa referencia más
o menos implícita de El Quijote
a una constante de la condición humana, reviste en él la forma de polémica
literaria, en la medida en que confronta las dos grandes direcciones de la
especie de ficción que actualmente llamamos novela, en principio autónomas: una
antigua, inmemorial, la otra sustancialmente moderna.
La antigua se centra en el relato de
sucesos y pasiones extraordinarias, protagonizado por personajes que reúnen
perfecciones de todo orden y se mueven en escenarios inaccesibles para el común
de las gentes, a menudo con elementos fantásticos o sobrenaturales, en un mundo
de nítidas jerarquías y fronteras entre el bien y el mal. Cervantes ha empezado justamente su carrera con una de las
variedades de esa especie, La Galatea
(1585), en la línea de la fábula pastoril de filiación clásica asociada con el
relato sentimental de la tardía Edad Media. Y su última obra serán Los trabajos de Persiles y Sigismunda
(1617), con su incesante despliegue de peripecias (raptos, naufragios,
maravillas...) que complican el destino de los dos jóvenes y modélicos
enamorados.
Al margen de esa tradición milenaria, desde
el siglo XVI fluye independientemente otra modalidad de escritura: las
ficciones que se presentan como relatos de hechos reales, efectivamente
acaecidos; cuya acción se desarrolla entre las cosas y personas de la vida
diaria, y que adoptan las formas corrientes en los escritos del mundo real:
cartas, memorias, biografías, relaciones, crónicas..., unas veces en primera persona, como en El
Lazarillo de Tormes o en la picaresca, y otras en tercera persona, como
en el Diario del año de la peste
de Defoe o en las biografías
inglesas de criminales.
Pues bien: la historia de la novela es la
historia de la confluencia del antiguo ideal romancesco y una narrativa moderna
inspirada por la ficción pseudo-real, una confluencia en la que será aquél
quien a la larga más honda y perdurablemente acoja las propuestas y los
procedimientos de ésta. La culminación del proceso sólo se alcanza cuando la
estética más prestigiosa en los siglos XIX y XX acoge en su marco y superpone a
título de iguales la ficción pseudo-real, los simulacros de prosa de hechos
reales, y las especies de ficción que hasta entonces había tenido como propias
el establishment literario. Pero todo ese proceso está prefigurado ya en
El
Quijote: El Quijote adelanta, contiene y
en medida importante inventa (no temamos decirlo: inventa) no ya la novela,
sino la historia de la novela.
Por otra parte, la novela se nos presenta
hoy como la forma por excelencia híbrida, polifónica, para decirlo con Bajtin, o, en la fórmula de Marthe Robert, “totalitaria”: el género
de géneros, el cajón de sastre donde se mezclan y conviven todas las
modalidades literarias y expresivas. El Quijote,
a la altura de su tiempo, concuerda sustancialmente con esa concepción de la
novela que llegó a formarse el siglo XX.
El Quijote ensancha con categorías nuevas el espacio de la ficción, pero, se diría,
sin desechar ninguna de las viejas. De la teoría clásica le viene el problema
capital de cómo concertar la admiratio con la verosimilitud. El grand
roman está reelaborado no sólo en diálogo crítico con los libros de
caballerías, sino en episodios pastoriles como el de Grisóstomo y Marcela o en
las aventuras del Capitán Cautivo. El
relato folkórico y la novella corta a la italiana se emulan al par que
se critican, por ejemplo, en el cuento de Lope
Ruiz (I, 20) y en El curioso impertinente.
Si en la Primera parte (1605) los
materiales de diversas tradiciones tienden a yuxtaponerse, al arrimo de la
noción renacentista de que la varietas es fuente a la vez de verdad y de
belleza, la Segunda (1615), sin renunciar a ellos, los ensambla en un hilo
conductor que enlaza desde el trasmundo onírico de la Cueva de Montesinos hasta
la crónica de actualidad de Roque Guinart,
pasando por la farsa cortesana de los Duques.
La mise en abîme y la metaficción tienen en la Segunda parte un papel
sobresaliente a través de las conspicuas referencias a la Primera y a la
continuación del apócrifo Avellaneda.
Todos los géneros y los estilos literarios,
del teatro a la épica, y todos los tipos de discurso, de la pieza oratoria al
documento legal, se someten a revisión. Todos los niveles del lenguaje, en fin,
de los artificiosos arcaísmos del caballero a la fraseología popular de Sancho, se conciertan con la prosa
limpia y natural que da el tono de la narración, en una fascinante polifonía.
Con una modernidad perenne, El Quijote se configura, así, como
un completo universo a la vez de realidad y de literatura.