Alberto Manguel, que nos hizo una historia de la lectura, hoy, en Babelia, escribe sobre los dos grandes. Leemos:
Shakespeare y Cervantes, esa es la cuestión
La coincidencia hace 400 años de la muerte de estos dos grandes de la
literatura universal alienta la búsqueda de una identidad compartida
Nuestra aptitud para ver constelaciones de
estrellas distantes entre sí y por lo general muertas se vuelca en otras áreas
de nuestra vida sensible. Agrupamos en una misma cartografía imaginaria hitos
geográficos disímiles, hechos históricos aislados, personas cuyo solo punto
común es un idioma o un cumpleaños compartido. Creamos así circunstancias cuya
explicación puede ser encontrada solamente en la astrología o la quiromancia, y
a partir de estos embrujos intentamos responder a viejas preguntas metafísicas
sobre el azar y la fortuna. El hecho de que las fechas de William Shakespeare y Miguel
de Cervantes casi coincidan hace que no solo asociemos a estos dos
personajes singulares en obligatorias celebraciones oficiales, sino que
busquemos en estos seres tan diferentes una identidad compartida.
Desde un punto de vista histórico, sus
realidades fueron notoriamente distintas. La Inglaterra de Shakespeare transitó entre la autoridad de Isabel y la de Jaime, la
primera de ambiciones imperiales y la segunda de preocupaciones sobre todo
internas, calidades reflejadas en obras como Hamlet y Julio
César por una parte, y en Macbeth
y El rey Lear por otra. El
teatro era un arte menoscabado en Inglaterra: cuando Shakespeare murió, después de haber escrito algunas de las obras
que ahora universalmente consideramos imprescindibles para nuestra imaginación,
no hubo ceremonias oficiales en Stratford-upon-Avon, ninguno de sus
contemporáneos europeos escribió su elegía en su honor, y nadie en Inglaterra
propuso que fuese sepultado en la abadía de Westminster, donde yacían los
escritores célebres como Spencer y Chaucer. Shakespeare era (según cuenta su casi contemporáneo John Aubrey) hijo de un carnicero y de
adolescente le gustaba recitar poemas ante los azorados matarifes. Fue actor,
empresario teatral, recaudador de impuestos (como Cervantes) y no sabemos con certeza si alguna vez viajó al
extranjero. La primera traducción de una de sus obras apareció en Alemania en
1762, casi siglo y medio después de su muerte.
Cervantes vivió en una España que extendía su autoridad en la
parte del Nuevo Mundo que le había sido otorgado por el Tratado de Tordesillas,
con la cruz y la espada, degollando un “infinito número de ánimas,” dice el
padre Las Casas, para “henchirse de
riquezas en muy breves días y subir a estados muy altos y sin proporción de sus
personas” con “la insaciable codicia y ambición que han tenido, que ha sido
mayor que en el mundo ser pudo”. Por medio de sucesivas expulsiones de judíos y
árabes, y luego de conversos, España había querido inventarse una identidad
cristiana pura, negando la realidad de sus raíces entrelazadas. En tales
circunstancias, El Quijote
resulta un acto subversivo, con la entrega de la autoría de lo que será la obra
cumbre de la literatura española a un moro, Cide
Hamete, y con el testimonio del morisco Ricote
denunciando la infamia de las medidas de expulsión. Miguel de Cervantes (nos dice él mismo) “fue soldado muchos años, y
cinco y medio cautivo. Perdió en la batalla de Lepanto la mano izquierda de un
arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa”. Tuvo
comisiones en Andalucía, fue recaudador de impuestos (como Shakespeare), padeció cárcel en Sevilla, fue miembro de la
Congregación de Esclavos del Santísimo Sacramento y más tarde novicio de la
Orden Tercera. Su Quijote lo hizo tan
famoso que cuando escribió la segunda parte pudo decir al bachiller Carrasco, y sin exageración, “que tengo para mí que el
día de hoy están impresos más de doce mil libros de tal historia; si no, dígalo
Portugal, Barcelona y Valencia, donde se han impreso; y aún hay fama que se
está imprimiendo en Amberes, y a mí se me trasluce que no ha de haber nación ni
lengua donde no se traduzca”.
La lengua de Shakespeare había llegado a su punto más alto. Confluencia de
lenguas germánicas y latinas, el riquísimo vocabulario del inglés del siglo XVI
permitió a Shakespeare una extensión
sonora y una profundidad epistemológica asombrosas. Cuando Macbeth declara que su mano ensangrentada “teñiría de carmesí el
mar multitudinario, volviendo lo verde rojo” (“the multitudinous seas
incarnadine / Making the green one red”), los lentos epítetos multisilábicos
latinos son contrapuestos a los bruscos y contundentes monosílabos sajones,
resaltando la brutalidad del acto. Instrumento de la Reforma, la lengua inglesa
fue sometida a un escrutinio severo por los censores. En 1667, en la Historia
de la Royal Society of London, el obispo Sprat advirtió de los seductores peligros que ofrecían los
extravagantes laberintos del barroco y recomendó volver a la primitiva pureza y
brevedad del lenguaje, “cuando los hombres comunicaban un cierto número de
cosas en un número igual de palabras”. A pesar de los magníficos ejemplos de
barroco inglés —sir Thomas Browne, Robert Burton, el mismo Shakespeare, por supuesto—, la Iglesia
anglicana prescribía exactitud y concisión que permitiría a los elegidos el
entendimiento de la Verdad Revelada, tal como lo había hecho el equipo de
traductores de la Biblia por orden del rey Jaime.
Shakespeare, sin embargo, logró ser
milagrosamente barroco y exacto, expansivo y escrupuloso al mismo tiempo. La
acumulación de metáforas, la profusión de adjetivos, los cambios de vocabulario
y de tono profundizan y no diluyen el sentido de sus versos. El quizás
demasiado famoso monólogo de Hamlet
sería imposible en español puesto que este exige elegir entre ser y estar. En
seis monosílabos ingleses el Príncipe de Dinamarca define la
preocupación esencial de todo ser humano consciente; Calderón, en cambio, requiere 30 versos españoles para decir la
misma cosa.
El español de Cervantes es despreocupado, generoso, derrochón. Le importa más lo
que cuenta que cómo lo cuenta, y menos cómo lo cuenta que el puro placer de
hilvanar palabras. Frase tras frase, párrafo tras párrafo, es en fluir de las
palabras que recorremos los caminos de su España polvorienta y difícil, y
seguimos las violentas aventuras del héroe justiciero, y reconocemos a los
personajes vivos de Don Quijote y Sancho. Las inspiradas y sentidas
declaraciones del primero y las vulgares y no menos sentidas palabras del
segundo cobran vigor dramático en el torrente verbal que las arrastra. De
manera esencial, la máquina literaria entera de El Quijote es más
verosímil, más comprensible, más vigorosa que cualquiera de sus partes. Las
citas cervantinas extraídas de su contexto parecen casi banales; la obra
completa es quizás la mejor novela jamás escrita, y la más original.
Si queremos dejarnos llevar por nuestro
impulso asociativo, podemos considerar a estos dos escritores como opuestos o
complementarios. Podemos verlos a la luz (o a la sombra) de la Reforma uno, de
la Contrarreforma el otro. Podemos verlos el uno como maestro de un género
popular de poco prestigio y el otro como maestro de un género popular
prestigioso. Podemos verlos como iguales, artistas ambos tratando de emplear
los medios a su disposición para crear obras iluminadas y geniales, sin saber
que eran iluminadas y geniales. Shakespeare
nunca reunió los textos de sus obras teatrales (la tarea estuvo a cargo de su
amigo Ben Jonson) y Cervantes estuvo convencido de que su
fama dependería de su Viaje del
Parnaso y del Persiles y Sigismunda.
¿Se conocieron, estos dos monstruos?
Podemos sospechar que Shakespeare
tuvo noticias de El Quijote y que lo leyó o leyó al menos el episodio de Cardenio que luego convirtió en una
pieza hoy perdida: Roger Chartier ha
investigado detalladamente esta tentadora hipótesis. Probablemente no, pero si
lo hicieron, es posible que ni Cervantes
ni Shakespeare reconociese en el
otro a una estrella de importancia universal, o que simplemente no admitiese
otro cuerpo celeste de igual intensidad y tamaño en su órbita. Cuando Joyce y Proust se encontraron, intercambiaron tres o cuatro banalidades, Joyce quejándose de sus dolores de
cabeza y Proust de sus dolores de
estómago. Quizás con Shakespeare y Cervantes hubiese ocurrido algo
similar.