Nos pasamos el día oyendo hablar en catalán en la tele. Y entendemos casi todo.
Algo, con esto de los incendios, en gallego, y lo entendemos. Muy poco en
vasco, y apenas distinguimos algunas palabras hermanas de las nuestras. Pedro Álvarez de Miranda, que es
catedrático de la Universidad Autónoma
de Madrid, y miembro de la Real Academia
Española de la Lengua escribe en El País, sobre esto de usar
expresiones de otras lenguas, sobre cortesías y descortesías. Viene a cuento.
Seguro:
Lenguas
y voluntad de cercanía
Forma parte de lo que suele llamarse “cultura general” el tener
una idea, siquiera aproximada, de cómo se pronuncian ciertos nombres
extranjeros, pongamos Shakespeare, Camus, Boccaccio o Leibniz, por
más que no se sea capaz de expresarse con soltura en los idiomas respectivos.
Con los nombres geográficos no ocurre exactamente lo mismo, pues, si bien es
asimismo necesario saber cómo pronunciar sin hacer demasiado el ridículo Cambridge, Montpellier, Arezzo o Heidelberg, disponemos, en buen número
de casos, de “nombres propios propios”, es decir, de nombres de lugar
españoles, en español, para ciudades, ríos, países, etc. que naturalmente
también lo tienen, y no igual al nuestro, en las lenguas de los territorios
donde se encuentran. Y así, no habría ni que recordar que decimos Londres y no London, Burdeos y no Bordeaux, Florencia y no Firenze, Colonia y no Köln. El mismo criterio nos lleva a algunos a defender privada y
públicamente, temo que sin mucho éxito, el uso de los nombres propios
castellanos, cuando disponemos de ellos, para referirnos a realidades
territoriales de lengua vernácula no castellana. Es decir, a preconizar la
conveniencia de no empobrecer nuestro repertorio denominativo prescindiendo de Lérida y Orense en beneficio de Lleida
y Ourense. Y aunque no haya
diferencias de pronunciación entre Cataluña
y Catalunya, por obvias razones de
coherencia muchos preferimos escribir, usando el castellano, aquella forma, y
no la de grafía catalana.
Pasando de los nombres propios geográficos al léxico común, no
me parece mal, en cambio —y es algo mucho menos comentado—, que, hablando en
castellano y en referencia a realidades —sobre todo políticas— propias de los
territorios bilingües de España, se deslicen en el texto escrito o en el
discurso oral castellanos palabras y expresiones pertenecientes a las otras
lenguas, catalán, gallego o vascuence. Un sentimiento de especial cercanía y
familiaridad para con ellas lleva a la mayoría a hablar, expresándose en la
lengua común —me centraré en el caso de Cataluña por evidentes razones de
actualidad, también de frecuencia—, de el Govern,
el Parlament, el President, el Estatut, el conseller
más que de el Gobierno, el Parlamento, el Presidente, el Estatuto,
el consejero. Sería peregrina idea
hoy referirse al proceso o a los Mozos de Escuadra en vez de al procés y a los Mossos d'Esquadra (y nótese que ese uso ocasional de las voces
catalanas no compromete, ni mucho menos, la pervivencia de nuestras palabras proceso y mozo). Aunque en textos castellanos antiguos aparece, a casi nadie
se le ocurre emplear en nuestros días la Generalidad
en vez de la Generalitat —si alguien
lo hace, se diría que es con alguna reticencia—. Muchas de esas palabras
catalanas son relativamente fáciles de pronunciar para los ciudadanos que no
hablan esa lengua, mas, aun así, han debido aprender —saludable aprendizaje—
que la g de Generalitat y la c de procés no suenan como las
correspondientes letras castellanas. Los más cuidadosos se esfuerzan incluso
por articular /el prusés/, y por
pronunciar también como /u/ la o de Govern, aunque tal vez sea mucho pedirles (algunos lo logran) que
pronuncien la /v/, es decir que digan
/guvérn/, con labiodental, y no /gubérn/, con bilabial. Poco a poco,
esta tintura o somera familiarización con la lengua catalana habrá llevado
incluso a alguno a inferir ciertas reglas de pronunciación: a la vista de /guvérn/, /móssus/, /prusés/, /kunsellé/, los más avispados habrán
deducido que, cuando no es tónica sino átona, la o del catalán es en realidad una u; el siguiente paso sería que aprendieran a pronunciar /kuláu/ cuando mencionen el apellido de
la actual alcaldesa de Barcelona, frente al mucho más generalizado, fuera de
Cataluña, /koláu/.
Desde hace tiempo, los castellanohablantes hemos ido aprendiendo
a pronunciar como es debido apellidos catalanes: Puig, Domènech o
Fortuny. Con todo, algunos pueden haber derivado en apellidos ya no catalanes
(así, Puch, Doménech). Y si uno dice en Madrid que va a la calle Fortuny y pronuncia /fortúñ/ corre peligro de que no lo
entiendan.
Reparemos, solo de pasada, en que, por lo general, lo mismo
ocurre con el gallego y el vasco. Hemos aprendido a escribir la Xunta y a pronunciar /la shúnta/. Aunque dudamos a la hora
de escribir lehendakari o lendakari (esta última figura en el diccionario de la Academia Española),
empleamos esa palabra, y casi nunca presidente
para referirnos al jefe del ejecutivo vasco, y nos esforzamos por distinguir
entre un ertzaina y la Ertzaintza, enredándonos a menudo con
esas secuencias de consonantes a las que no estamos acostumbrados. Hasta los
que dicen /la ercháncha/ hacen su
pequeño esfuerzo.
Lo esencial que quiero señalar es que nuestro comportamiento
como hablantes es muy distinto cuando nos ocupamos de países extranjeros.
Hablando de Francia nos referimos a la Asamblea
Nacional y no a la Assemblée Nationale, al Presidente de la República y no al Président
de la République, a la Gendarmería
y no a la Gendarmerie. En referencia a Reino Unido, hablamos del Primer Ministro y no del Prime Minister —es cierto que se nos ha
colado el anglicismo premier, que no sabemos si pronunciar
llano o agudo, pero ha devenido palabra aplicable a cualquier jefe del
ejecutivo, no solo al británico—, de la Cámara de los Comunes y no de la House
of Commons. Del Senado, y no
del Senato,
para Italia, y del Canciller Federal,
y no del Bundeskanzler, para
Alemania, aunque es cierto —siempre hay excepciones— que sí alternan en
español, refiriéndose a este último país, Parlamento
Federal y Bundestag (casi nadie se acuerda ya de Dieta).
¿Qué revela esta disparidad de criterios entre el tratamiento de
los vocablos de lenguas de otros países y los de otras lenguas españolas? Me
parece claro: es una manera de subrayar
nuestra especial estima por estas últimas, de transmitir que las sentimos más
cercanas que aquellas, en alguna medida como nuestras, aunque, salvo
excepciones, no seamos capaces de hablarlas.
No hay reciprocidad en el fenómeno que señalamos. Cuando hablan
la lengua vernácula de Cataluña, los políticos de allí emplean el Govern
espanyol, no insertan en el enunciado catalán la palabra castellana Gobierno. Tan solo lo señalo, no digo
que deban hacer lo contrario. La conciencia de que su lengua ha podido estar
relativamente preterida acaso los lleva al prurito de no prescindir de ninguna
palabra propia. La voluntad de cercanía e integración por parte de muchos
castellanohablantes, ese cierto esfuerzo nuestro, tal pequeña deferencia
cortés, ¿han servido de algo? Parece que no de mucho, pues también a pesar de
ello quieren marcharse. No todos, desde luego, pero sí muchos, muchos más de
los que muchos desearíamos. A ver si somos capaces de arreglarlo entre todos.