LOS LIBROS
ENCENDIDOS
Javier Pérez
Walias
«Buenas noches,
don Luis» —dice el sereno,
y al mirar
hacia arriba,
vi iluminadas,
obradoras, radiantes, estelares,
las ventanas,
—sí, todas las
ventanas—,
Gracias, Señor,
la casa está encendida».
Luis Rosales
«En
los libros leídos está la sombra, el rastro de lo que fuimos, los diversos
bocetos de nuestro aprendizaje estético y de nuestra evolución vital, los
vestigios de ciertos afanes que un día nos conmovieron [...]».
Luis Landero
Un libro —me dijo, en una ocasión, un poeta— es un manojo
de fósforos desde el instante en que es rozado por la luz de la lectura. Con el
tiempo, he sabido que tal afirmación es cierta. Un libro estará siempre
dispuesto a iluminarnos, a encandilar nuestros ojos y nuestro estómago como un
suculento plato encima de la mesa. Un libro siempre estará próximo, presto a
echarnos una mano. Razón de más —pensé— para escribir un elogio a este leal
amigo en alegrías y cicatrices. Pero, antes de encomendarme a redactar las
líneas que siguen, debo confesarte, estimado lector, que he reflexionado
bastante sobre si acometer o no dicha empresa, y cómo hacerlo. Me pregunto
hasta qué extremo un escritor puede expresar, sin dejarse llevar por la pasión
y en pocas palabras, un encomio digno de uno de los regalos más trascendentes y
fascinantes que se ha hecho la humanidad a sí misma. Me pregunto —con palabras
de Baltasar Gracián— si ahora «que todo el mundo anda al revés y todo cuanto
hay en él es a la trocada», los libros no son más que objetos caídos en
desgracia; artefactos, agradables al tacto e incluso al olfato, y bien
parecidos a la vista, que sobreviven en las estanterías de cualquier librería
de viejo, de una gran superficie comercial, o de las bibliotecas públicas y privadas.
Me pregunto si el libro no es —a día de hoy, en pleno siglo XXI— una desalmada
mercancía que genera pingües réditos a las industrias papeleras, por ejemplo.
Una encuesta reciente nos dice que un 40% de los españoles jamás ha leído un
libro. «La encuesta hiela la sangre». Aunque fuera cierto lo dicho hasta aquí,
niego la mayor. Lo niego a pies juntillas. No creo ni puedo permitirme el
exceso de creer que ello sea así, sin más. Si así fuera, me rompería el alma
por preservar una sola página —aunque solo una fuera— de una buena historia, o
unos versos, y no necesariamente de Dante, San Juan, Quevedo, Sor Juana Inés,
Valente o Gamoneda. Los libros, como las personas y sus corazones, nos llaman
desde dentro —contienen vida en sí mismos—, laten en nuestro interior. Atesoran
esperanza, nos proporcionan paz y sentido, nos regalan imaginación, cordura,
fantasía y algún que otro baño de realidad.
Escribía yo, allá por el año 2005, un breve texto en
homenaje al maestro chileno Pablo Neruda, titulado «Confieso que he leído» en
homónimo acercamiento al título de su testimonial crónica Confieso que he
vivido. Y es que la lectura y la vida transitan por la misma senda que los
ríos, por los mismos campos de zafiros que la luz de las estrellas en las Soledades
de Góngora, por los mismos poros que la tinta en el papel. Y es que, subido
a una escalera, trasteando en los estantes así, de cerca, repasando los lomos
de los libros con los dedos —como quien toca las teclas de un piano— se palpa
la vida de forma diferente. Uno siente que, a su paso, la madera respira con el
aliento de los que ahí descansan, con el aliento de los que desde ahí nos
acompañan en dialogante y sabia conversación. Pero no siendo yo ni ama, ni
sobrina, ni cura, ni barbero, nada más lejos de mi interés que emular —a la
manera del de Lepanto— un «donoso y grande escrutinio» de títulos, y aun menos,
salvar de las brasas del olvido aquellas obras que ya alcanzaron a lo largo del
tiempo la misericordia de sus lectores. Y señalo, por ejemplo, a Amadís de
Gaula o Tirant lo Blanch, cuyas lecturas, entre otras muchas, me han
traído hasta este punto, convirtiéndome en lo que soy: un lector ávido de
asombro. Los libros atesoran la gran metáfora de lo que somos, tanto en lo
personal como en lo colectivo. Por ello, insisto, no haré un inventario a
cuenta de los que he visitado a largo de los años. No es el momento ni el
lugar. Aunque sí quisiera mencionar, siquiera, unos pocos recuerdos entrañables
que han aflorado con el repaso de algunas de mis lecturas. Y es que estoy
convencido de que elogiar un libro, cualquier libro, es defender la vida a cara
de perro, a capa y espada, cuerpo a cuerpo, golpe a golpe o verso a verso. Y
así como el tiempo y el espacio nos determinan con sus rumbos cardinales
(Plinio el Viejo en el horizonte), definiéndonos y modulándonos sin que hayamos
elegido el cuándo ni el dónde nacer, así el que escribe tampoco elige su
escritura. La escritura, como la luz, «es un don: no se halla entre las cosas/
sino muy por encima, y las ocupa/ haciendo de ello vida y labor propias». Por
la misma «razón de la sinrazón que a mi razón se hace», los lectores nos
convertimos en metamórficos protagonistas, quijotes y sanchos, de
multitud de historias, de maravillas y genialidades librescas. Para ello se nos
exige — tan solo— una condición: ser lectores, desprendidos y leales lectores.
Así fue como me adentré en el Callejón del Gato y en su laberinto de espejos;
en el gran laberinto de los libros que buscaban lector. Así fue como me
precipité en este abismo inexplorado, sin ovillo de Ariadna ni corona luminosa.
Así fue como me quedé boquiabierto una mañana de invierno, al abrir la puerta
de una librería de lance y escuchar una vieja voz bronca que, desde el fondo,
temblorosamente iluminada por un manojo de fósforos y oculta tras una torre de
libros me dijo: «Quédese pasmado dentro o fuera, pero cierre la puerta. Hay
corriente». Así fue como tembló todo el vértigo de los sueños dentro de mí, al
sobrevolar las páginas de una historia interminable cabalgando sobre el lomo
blando de un dragón blanco.
La magia de la lectura, debo decirlo también, entró en mi
casa por el balcón, que daba a la Hermanitas de los Pobres, de la mano de sus
majestades los Reyes Magos de Oriente. Gracias a ellos —allá por los años
setenta del pasado siglo—, el salón de la casa se colmaba puntualmente, cada 6
de enero, de huéspedes: caballeros y damas, príncipes y princesas, guerreros y
amazonas, señoras y criadas, héroes, pícaros y heroínas. Gracias a Sus
Majestades, tuve entre mis manos los libros de viaje de Marco Polo. Me los hice
leer y aprendí mucho sobre «las diferentes razas de hombres y la variedad de
las diversas regiones del mundo, [...] sus usos y costumbres» y «todas las
grandísimas maravillas» de un tiempo lejano y extraño. La vida se alimenta de
la literatura como un río de sus afluentes; la literatura se alimenta de la
vida como el mar de las aguas dulces de los arroyos: la vida y los libros
confluyen, se mezclan, se ordenan y desordenan en un infinito tráfago de
fortuna. En los libros, como en la vida, se sufre de desasosiego y
desamparo, y se disfruta; como en la vida, en los libros, Ella encuentra a su
Odiseo, Él a su Penélope. En los libros conocimos a nuestros antepasados en
medio de la refriega de una balacera o de una guerra; y conquistamos la
libertad sobre la popa de un bajel «con diez cañones por banda» y «a toda
vela». Todos tenemos nuestro alter ego, nuestro personaje gemelo
esperándonos en las páginas perdidas de algún libro.
He viajado a muchos lugares: pueblos, ciudades, países,
continentes —por tierra, mar y aire—, y siempre con un libro bajo el brazo. Con
cada lectura, he viajado a donde los libros han tenido a bien llevarme. Sin ir
más lejos, puse rumbo a Nueva York al menos en dos ocasiones, y con dos de los
mejores compañeros de viaje: Juan Ramón Jiménez y Federico García Lorca. En su
compañía, aún hoy, surco el océano y deambulo —de vez en cuando— por la ciudad
de los rascacielos. «Los libros tienen mucho de sueños elaborados», me dijo
Borges cuando visité al gran Ireneo Funes en su patio de tierra, en Fray
Bentos, capital de Río Negro, en la República Oriental del Uruguay: un tipo
tullido de cara taciturna y aindiada que «no sólo recordaba cada hoja de cada
árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o
imaginado». En los libros, a menudo, me encontré con personajes maravillosos
como «el gallo de la veleta, recortado en una chapa de hierro que se cantea al
viento sin moverse y que tiene un ojo solo que se ve por las dos partes, pero
es un solo ojo, [que] se bajó una noche de la casa y se fue a las piedras a
cazar lagartos. Hacía luna, y a picotazos de hierro los mataba». Desde
entonces, Alfanhuí fue uno de mis mejores aliados de andanzas al relente de la Intemperie.
Gracias a los libros me he codeado con «tesoreros y sirvientas, sabios y
astrólogos, magos y bufones, mensajeros, cocineros y acróbatas, funámbulas y
narradores de historias, heraldos, jardineros, guardianes, sastres, zapateros y
alquimistas». E incluso me enamoré —«hasta las trencas»— de una emperatriz
infantil que vivía en el centro de una flor. Y es que si «las pasiones humanas
son un misterio», la lectura es el susurro generoso de un fabulador animal
desconocido, o no tanto.
Los libros no están escritos, como dicen algunas malas
lenguas, en un monocromo negro sobre blanco; los libros tienen alma, nos
esperan con impaciencia para ser encendidos y han sido cuidadosamente escritos
con luz: a la luz de una vela, unos; a la luz del carburo, otros; a la luz
de una lámpara, algunos; a la luz de la sabiduría y del ingenio, los más. En un
libro siempre hallaremos un rayo que no cesa.