“Este que veis aquí, de rostro aguileño, de
cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva,
aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron
de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni
crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos,
porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos
extremos, ni grande ni pequeño; la color viva, antes blanca que morena; algo
cargado de espaldas, y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del
autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha, y del que
hizo El Viaje al Parnaso (...), y
otras obras que andan por ahí descarriadas y, quizá, sin el nombre de su dueño.
Llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y
cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades.
Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo,
herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en
la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver
los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de
la guerra, Carlo Quinto, de felice memoria”
(Prólogo al
lector de las Novelas Ejemplares.)
Aunque así es como Cervantes se retrató en sus Novelas ejemplares, siempre recordaremos cómo nos lo presenta Andrés Trapiello:
Cervantes: el soldado que participó en guerras sin gloria,
perdió los dientes,
recaudó impuestos
y decidió narrar variados descalabros
con el comprensivo humor
de quien entiende la realidad como literatura.