domingo, 13 de marzo de 2016

EL QUIJOTE 61. EL FINAL DE CERVANTES


Ángel Vivas, en el diario El Mundo escribió en enero del año pasado, sobre cómo fueron

 Los últimos días de Miguel de Cervantes

Expertos en el autor de El Quijote aportan datos biográficos de su triste figura en los momentos de su muerte

En una casa de la calle de Francos, hace mucho tiempo que vivía un escritor de los del papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla. Frisaba la edad de nuestro escritor en los 60 años. Era de rostro aguileño, cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada, las barbas de plata, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, que ya no le quedaban sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos.

Le faltaba el uso de la mano izquierda a resultas de un arcabuzazo recibido en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos. Es, pues, de saber que este sobredicho escritor, de nombre Miguel de Cervantes, está siendo buscado casi 400 años después de su muerte para que sus restos sean honrados como merecen.

La calle de Francos en la que tuvo Cervantes su última residencia lleva hoy el nombre del autor de El Quijote. ¿Quién, cómo es el Cervantes de este momento final de su vida, en la primavera de 1616? Francisco Rico, gran especialista cervantino, autor de ediciones canónicas de El Quijote, lo dice con rotundidad: "En la sociedad literaria madrileña es visto como un viejo chocho, como un hombre de otro tiempo que ha sobrevivido a sí mismo. Cuenta Lope que, estando en una reunión de la llamada academia de entonces, él leyó unos versos con unos lentes que le prestó Cervantes, y estos lentes le parecen a Lope como huevos rotos, estrellados".

La imagen apunta a la vejez y la pobreza de un Cervantes que, sin embargo, muere trabajando. Nacido en 1547, le faltan unos meses para cumplir los 69, una edad provecta para esos años primeros del siglo XVII y finales del reinado de Felipe III. No está claro de qué vive Cervantes en ese momento. "No de los libros", sostiene Rico; "de arreglillos financieros, transacciones no siempre muy claras", alguna labor de intermediación con los impresores. "Vivía en parte de su hija", añade el profesor. Su hija, Isabel, con la que tuvo unas relaciones difíciles, extensibles al resto de las mujeres de la familia, las famosas cervantas.

Ese es un aspecto de su vida familiar tan comentado como poco claro. En pocas palabras; la sombra de una prostitución de la que Cervantes habría sacado provecho planea sobre ellas. Rico lo matiza. "Las relaciones de las cervantas con los amigos que entraban y salían de su casa no eran muy claras, y Cervantes alguna vez vivió de ellas. Pero estos amigos eran más bien protectores", dice, apuntando a una clásica relación de queridas más que a prostitución avant la lettre.

En los primeros meses de 1616 Cervantes no está en su mejor momento, no sólo porque se encamina a la muerte. "La segunda parte de El Quijote no ha tenido el éxito de la primera, e incluso el éxito de la primera ha disgustado a muchos y Cervantes se encuentra con suspicacias".

Viejo y pobre, Cervantes sigue entregado a la literatura, ilusionado por acabar Los trabajos de Persiles y Sigismunda. "Lo que sigue siendo", añade Rico, "es un hombre socarrón, lleno de ironía, que no se toma nada muy en serio, pero muy cortés, que no quiere que sus ideas le incomoden con nadie. Como he dicho alguna vez, era un voluntario de la División Azul que había aceptado la Transición", frase que, pese a la exigencia de Rico ("¡no lo expliques que lo jodes!"), requiere una nota aclaratoria: la División Azul de Cervantes fue Lepanto y la lucha contra el turco, y la Transición, la política pacifista de Felipe III. A Cervantes le hubiera gustado ir a conquistar Jerusalén, pero los tiempos son otros y él se resigna a ellos.

La importancia de Lepanto en su vida está subrayada por él mismo, cuando escribe: "Perdí en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, la tengo por hermosa por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas de Felipe II. De manera que, si ahora me propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en aquella empresa prodigiosa que sano ahora de mis heridas sin haberme hallado en ella". Pues sí, todo un heroico divisionario.

Viejo, pobre, anacrónico, Cervantes "sigue siendo un gran escritor y una cabeza estupenda". Su gran proyecto de ese momento, como queda dicho, es acabar El Persiles, una obra con la que, dice el profesor Rico, "te meas de risa". Y aquí hay unanimidad acerca de la importancia extraordinaria del prólogo y la dedicatoria que escribe en esos días finales de su vida. "La dedicatoria de El Persiles es la prosa más espléndida que se ha escrito en español; no hay palabras para decir lo bella y sencilla que es esa prosa", sostiene Rico.

Opinión en la que no está solo. Alfredo Alvar, autor de la biografía Cervantes. Genio y libertad, no es menos rotundo. "La dedicatoria de El Persiles es uno de los textos más importantes escritos nunca en la literatura universal. Es maravilloso por todas partes. Puesto ya el pie en el estribo; aunque sea un tópico literario, está tan cargado de humanidad... Es el final del escritor que ha vivido para serlo, que se recuerda a sí mismo como escritor en su agonía, frustrado por no haberse visto reconocido como poeta o autor de comedias".

Siguiendo con esa dedicatoria de El Persiles, la última obra que escribió y publicó su viuda póstumamente, se recuerda lo que dijo Rafael Sánchez Ferlosio, que, leyéndolo, no se puede evitar que acudan las lágrimas a los ojos: "Puesto ya el pie en el estribo,/ con las ansias de la muerte,/ gran señor, ésta te escribo/. Ayer me dieron la extremaunción y hoy escribo ésta; el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir". Y más adelante, al final del prólogo: "¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos! Que yo me voy muriendo y deseando veros presto contentos en la otra vida".

Como dice Alfredo Alvar, Cervantes, en sus días finales, se recuerda y se reivindica como escritor. ¿Cuál ha sido y es en ese momento su reconocimiento? Semejante al de la clásica botella medio llena, que también puede verse como medio vacía. Cervantes era popular, la gente le reconocía. Pero él era presumido y vanidoso, recuerda el profesor Rico. Ni siquiera el éxito que tuvo El Quijote es el que él pretendía, dice Luis García Jambrina, autor de la reciente La sombra del otro, en la que novela la vida de nuestro autor. Y Andrés Trapiello, también estudioso y biógrafo de Cervantes, sostiene que tenía "mucha fama y poco crédito literario; la comunidad literaria madrileña le conocía de sobra y le aceptaba como a tantos otros".

"Tenía éxito popular, había ediciones pirata de la primera parte de El Quijote, pero el grupo de Lope le ataca", añade Alvar. Y sí, él, Cervantes, tenía su soberbia y los piques con Lope dieron bastante de sí. Cuando Cervantes reivindica su propia obra, no olvida lanzarle alguna pulla al triunfador Lope. La autodefensa de sus Novelas ejemplares es contundente: "Les he dado ese nombre porque no hay ninguna de quien no se pueda sacar algún ejemplo provechoso. Mi intento ha sido poner en la plaza de nuestra república una mesa de billar, donde cada uno pueda llegar a entretenerse sin daño de terceros; digo, sin daño del alma ni del cuerpo, porque los ejercicios honestos y agradables, antes aprovechan que dañan. Los requiebros amorosos que en algunas se hallan son tan honestos y tan medidos con la razón y discurso cristiano, que no podrán mover a mal pensamiento al descuidado o cuidadoso que las leyere. Si por algún modo alcanzara que la lección de estas Novelas pudiera inducir a quien las leyera a algún mal deseo o pensamiento, antes me cortara la mano con que las escribí que sacarlas en público. Mi edad no está ya para burlarse con la otra vida". Y añadía: "Yo soy el primero que ha novelado en lengua castellana, que las muchas novelas que en ella andan impresas, todas son traducidas de lenguas extranjeras, y éstas son mías propias, no imitadas ni hurtadas; mi ingenio las engendró, y las parió mi pluma, y van creciendo en los brazos de la imprenta".

En cuanto a su teatro, a la hora de defenderlo, reconocía que salía de los límites de su llaneza, "que se vieron en los teatros de Madrid representar El trato de Argel; La destrucción de Numancia y La batalla naval, donde me atreví a reducir las comedias a tres jornadas, de cinco que tenían; mostré, o, por mejor decir, fui el primero que representase las imaginaciones y los pensamientos escondidos del alma, sacando figuras morales a teatro, con general y gustoso aplauso de los oyentes; compuse hasta veinte comedias o treinta, que todas ellas se recitaron sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni de otra cosa arrojadiza; corrieron su carrera sin silbos, gritos ni barahúndas". Y aprovechaba el viaje: "Habiendo de ser la comedia espejo de la vida humana, ejemplo de las costumbres e imagen de la verdad, las que ahora se representan son espejos de disparates, ejemplos de necedades e imágenes de lascivia. Los extranjeros, que con mucha puntualidad guardan las leyes de la comedia, nos tienen por bárbaros e ignorantes, viendo los absurdos y disparates de las que hacemos. Algunos poetas que las componen conocen muy bien en lo que yerran y saben extremadamente lo que deben hacer, pero, como las comedias se han hecho mercadería vendible, dicen que los representantes no se las comprarían si no fuesen de aquel jaez; y así, el poeta procura acomodarse con lo que el representante que le ha de pagar su obra le pide. Y que esto sea verdad véase por muchas e infinitas comedias que ha compuesto un felicísimo ingenio de estos reinos con tanta gala, con tanto donaire, con tan elegante verso, con tan buenas razones, con tan graves sentencias, y, finalmente, tan llenas de elocución y alteza de estilo, que tiene lleno el mundo de su fama; y por querer acomodarse al gusto de los representantes, no han llegado todas, como han llegado algunas, al punto de la perfección que requieren". Felicísimo ingenio; se podía decir más alto, pero no más claro.

Lope de Vega, el felicísimo ingenio, tenía -recuerda Andrés Trapiello- una casa espléndida, con jardín, muy cerca de donde está muriendo un Cervantes "pobre como una rata", que vive de alquiler. La pobreza se manifiesta en las poquísimas misas, 10, que Cervantes deja encargadas en su testamento. Y a su entierro, señala García Jambrina, va muy poca gente, familiares directos y algún vecino.

Cervantes muere el 22 de abril, no el 23, pese a la tradición ya inamovible. Están con él su mujer, su sobrina y alguna hermana; su hija Isabel, que le había repudiado, vive por su cuenta. Su mortaja es el hábito franciscano de la Orden Tercera, orden seglar en la que había ingresado hacía poco, seguramente con el propósito precisamente de garantizarse un entierro, una de las labores de la orden. Hizo un testamento que no se ha encontrado, y esa pérdida, dice Alvar, es la gran tragedia de los cervantistas.

Cervantes muere y su linaje se extingue. Isabel tuvo una niña que murió pronto. El propio escritor da a entender que tuvo un hijo en Nápoles, pero ni esto es seguro ni se sabe nada de él.


En todo caso, ni la pobreza, ni el reconocimiento a sus ojos insuficiente de su obra, ni los problemas familiares, oscurecen el ánimo del viejo Cervantes. "Con todas las dificultades, no pierde el humor", dice Trapiello; "no hay nada de amargura en él. Hay algo en su literatura que es un alma pura; por mal que la hubiera tratado le vida. Jamás levantó un falso testimonio contra ella, por decirlo con la frase de Nietzsche".