De nuevo Álex Grijelmo escribe
en su columna La punta de la lengua
en El País sobre la palabra empleo y lo que encontramos por ahí:
Llamémoslo neoempleo
El Gobierno anuncia cada cierto tiempo que se han recuperado tantos o
cuantos empleos en España desde que se desató la crisis. La Academia da a empleo una definición básica y certera (“acción de emplear”;
“ocupación, oficio”), pero el Diccionario
es sólo la puerta por la que se entra en las palabras. Para mirar en su
interior y entenderlas en toda la extensión hace falta además observar sus
contextos habituales, cruzar el umbral de su significado básico y analizar lo
que alberga su historia.
El vocablo empleo se relacionaba
antes de la crisis con una posición laboral estable, pagada adecuadamente según
el puesto, con garantías de convenio y una legislación protectora. Sin embargo,
el empleo que ahora llega para
sustituir a aquél define una posición laboral inestable, mal remunerada, sin la
protección de un convenio en un altísimo porcentaje y afectado por una
legislación más tolerante hacia el despido. Un empleo nuevo para un joven de
hoy supone un 33% menos de sueldo que el mismo puesto antes de la crisis.
Muchas empresas vivieron a partir de 2008 gravísimas dificultades; y no
necesariamente por su mala gestión sino porque sus clientes se habían quedado
sin dinero o se habían evaporado. En busca de la supervivencia, redujeron sus
plantillas o bajaron los sueldos (o tomaron ambas medidas), y eso se puede
condenar con el corazón pero se ha de comprender con la inteligencia (en el
caso de que las decisiones fueran razonables y honradas). Poco a poco, los
ingresos de algunas de ellas se han reanimado y han contratado de nuevo.
Ahora bien, antes de la crisis pocas personas con trabajo fijo se hallaban
en situación de pobreza. Ahora las vemos por doquier.
Sin embargo, el léxico del Gobierno no renuncia a igualar situaciones tan
desiguales, para atribuirse los méritos. Y realmente puede que no tenga otra
opción. Quizás por eso valga la pena inventarla.
Los recursos del español dejan a nuestro alcance algunas piezas útiles,
como el elemento griego neo-,
con el que podríamos construir el término neoempleo.
Aquellos empleos de otro tiempo permitían a las personas con trabajo mantener a
sus familias y hacer planes a medio y largo plazo. Los neoempleos, sin embargo,
ni siquiera dan para el sustento propio, obligan a menudo a buscar refugio en
la jubilación de los padres y dificultan cualquier hipoteca.
Si acuñáramos esta segunda palabra, neoempleo, podríamos instar a la
ministra Fátima Báñez a recoger en
sus datos si han crecido los empleos o más bien los neoempleos, y si éstos ocupan el lugar de aquéllos. Ese vocablo nos
serviría además para explicar mejor nuestra vida cotidiana: “Mi madre ha
logrado un neoempleo que no está tan mal, tiene derecho a la hora del
bocadillo”; “mi hija está neoempleada en una farmacia y nos ha dado una alegría
porque le hacen descuento con las aspirinas”; “mi tío ha ganado mucho dinero
este año en su empresa, gracias a que tiene muchos neoempleados”.
Es cierto que disponemos también del adjetivo precario, pero el empleo
precario seguiría siendo empleo
oficialmente. El adjetivo no desplaza al sustantivo. Y sin embargo la
diferencia es sustancial.
Una buena manera de sumar peras y manzanas consiste en llamarlas a todas
manzanas (aunque haya algunas podridas); y eso es lo que pasa con el empleo. En
cambio, la acuñación de la voz neoempleo
haría imposible de una vez que el Gobierno denominase el viejo y el nuevo
empleo con la misma palabra.